Estabas en medio del amplio vestíbulo de la terminal cuatro, amor mío, caída en el suelo, a esa hora en que la tarde cae. Pétalos de amapola cubrían tu cuerpo. Y ella estaba sentada junto a ti, hermosa, con los cabellos de agua dispersos en el aire. Era de color azul y sostenía tu cabeza entre sus manos frías, hechas de duelo y de dolor. La encontré cuando te arrastraba entre el gentío indeferente, furtiva, igual que una fiera que esconde a su presa. Me miró con sus ojos negros y callados: aléjate, me decían, yo la vi primero. Daba miedo, pero me acerqué y aparté sus manos horribles, heladas y viscosas que no querían soltarte. Las retiré y se quedaron engarfiadas en la nada, y se marchó como un viento, mirándome con sus ojos muertos, mirándome sin rencor.