Caminata apropiada para todo el mundo, la cuesta es liviana y el camino amplio. Un poco antes de salir de Infiesto –rumbo de Arriondas- se toma a mano derecha una estrecha carretera, en dirección a los pueblos de Espinaredo y Riofabar, pasado este último, llegaremos al área recreativa de La Pesanca, donde aparcaremos. Amplio recinto bajo el arbolado, junto al río, y equipado con algún que otra parrilla y mesas donde poder colocar el mantel a entera satisfacción, la tortilla o las viandas ya son por cuenta del caminante.
Cruzamos el área de descanso y pasamos sobre el río Infierno, el caudal bajaba fuerte, llevaba agua clara, de nieve y en cantidad. No sentíamos calor aunque íbamos abrigados, es mejor el ir quitando las capas a la cebolla según vas caminando, primero el jersey pasó a atarse a la cintura, la camiseta cuando terminó empapada de sudor se guardó en el bolsillo de la trenca. Entre tanto nos adelantan unos presurosos ciclistas, el oído marcha encantado con el gorjeo de los pajarillos, que atisban la primavera y se cortejan y requiebran de tuero en tuero. Aumenta el rumor de agua al despeñarse, según te vas acercando a los bordes del ancho camino.
Dicen que el nombre del río como Infierno, proviene del intenso color rojizo que en Otoño toman las hojas de sus árboles -sobre todo las hayas y los robles- y que en la distancia da la sensación de estar ardiendo el monte y con el también el río. Con infiernos como este, no sería de extrañar que el cielo –si lo hubiera- se quedase vacío ¡yo me apunto!
¿Qué dirían los millones de personas que no tienen acceso al agua sin contaminar, si viesen este río Infierno cargado de líquido transparente y cristalino? Menudo tesoro, sería una bendición, el paraíso. Esas gentes de piel morena que se arrastran en busca de agua por estepas africanas, polvorientas y secas, si supiesen que existe un edén así, serían capaces de ir hasta el fin del mundo detrás de él, y no sería para reprochárselo. Todas esas imágenes quedaron enterradas en la cámara, sin sordina, y estallaron como tiros en el azul frío que separaba las hayas gigantes de tronco lechoso, para subir luego como cohetes hasta el blanco estelar de las peñas de la foz de los Moñacos.
Al dar una revuelta venimos a dar a una zona abierta, media docena de casas de fin de semana a nuestra izquierda, la senda sigue en ligera pendiente. La primera que encontramos es una casona de piedra enorme, con las ruedas de un carro colgadas adornando la pared, con árboles asomándose sobre el muro y las alambradas, paredes musgosas. Al paso se podía ver para adentro, por los grandes portones de madera, frutales abonados y protegidos con cercados de piedra, setos y pinos. Un gran pedazo de césped rodeado de arriates con primaveras; bancos de madera. Al fondo pasa el río, detrás un bosque pelado y la montaña. Las casas muy arregladas, no se muestra ninguna carreta descansando sobre las varas, lo que da idea que no pertenecer a ningún asentamiento aldeano, quizá lo fuese en su día, hoy son viviendas de fin de semana.
¡Por fin! al contrario que las últimas semanas, no teníamos lluvia serena y mansa, y el monte se divisaba limpio de nubes en el cielo, y libre de matorrales bajo las hayas, crecidas por todas partes, altas y generosas. Descansando recostado en el tronco de un árbol observaba complacido, allí estaban la tierra fría debajo de las posaderas y el sudor convertido en agua resbalando por la frente, muy cerca del desfiladero de las Moñacos, siguiendo el camino hasta donde parecía salir el sol, subir y subir pisando tierra terregosa, por todas partes arroyos con agua cristalina, hojas secas en el suelo, sin matorrales, los árboles desnudos en este tiempo invernal el bosque cuenta con mucha luz, quizá demasiada, le resta magia. No me sienta bien el desayunar, tenía sed y aunque había abundante agua de arroyo con la que me cruzaba sin osar comerla ni beberla, tentado estuve de llenar la botella que estaba seca, pero tenía el estómago revuelto y no quise tentar la suerte de empeorarlo con una cagalera.
Entre tanto tejemaneje se pasó la mañana, avanzando por la orilla del arroyo, la cara mojada en sudor, despacio haciendo asemeyas sin parar, filmando con la cámara cada poco, más despacio que de costumbre, los años no pasan en balde los movimientos se tornan más lentos, cada vez se vuelven más caras las cuestas, entonces me vi, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita que continuaba extendiéndose alrededor, la compañera iba por delante, tiene menos años más velocidad y entrenamiento, yo soy caminante de fin de semana ella de diario, le cansa el ir tan despacio y yo prefiero disfrutar sin apurarme, ir a mi aire.
Caminaba temeroso de que la cesación brusca de los pasos, desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos amalgamados con el silencio, el contemplar el agua es la tarea primordial, la espuma los verdes reflejos del líquido, marcho pisando con cuidado sobre el suave lamento del crujir de las hojas. Sumido en el silencio y la sombra alargada de los árboles –el sol se despertaba por momentos y se filtraba temeroso entre los troncos desnudos- en una franja que corría desde el rugido sordo del agua al despeñarse arroyo abajo y el paralelo, vecino y ancho camino, solitario la mayoría del tiempo. Lo envuelve todo, el sonido del agua y las pisadas, el resto es primoroso silencio.
Llegamos a un punto en que la vereda se bifurca, elegimos el sendero de la derecha, por el de la izquierda ya anduvimos en otra ocasión ¡Qué cambiado todo! ¿Pasarían cinco años…? No pensé más; no vinieron los recuerdos, algún detalle medio olvidado a fuerza de ser siempre confusos, quizás una mañana de verano… ¡pudiera ser! Cuando llega la noche los cantos de la xana se transforman en mugidos de vacas perdidas, y los saltos que da el agua suenan como viento seco entre trigales, contra el fondo de paisaje de densas arboledas.
Sonrió el agua temblorosa, sacudiendo los pensamientos tristes, saltando sobre las dormidas piedras, a la luz del flax de la cámara se deshizo en blanca espuma. Si en alguna parte se pudiera envasar la felicidad sería en sitios como este, y seguro nos volveríamos millonarios si se pudiera vender, valdría un capital. Seguí caminando rápidamente entre las hayas, para reducir la ventaja que me llevaba la compañera. Tropecé en un tronco y miré alrededor, abriendo los ojos, islas de primaveras comunes abundaban por los ribazos, seguramente esperaron impacientes bajo el manto de nieve, que no hace mucho sin duda cubrían estos montes, a las diminutas violetas les cuesta más el aflorar y no digamos nada de los gladiolos que apenas apuntan.
¡Quien supiera cantar! para que las altas paredes lavadas por la lluvia, repitiesen mi canto y poder así saludar la naturaleza. Acaso no fuera posible vivir siempre aquí. Pero en cuanto comenzara a insinuarse la primavera, igual que lo está haciendo ahora. Huir de la ciudad, asaltar una casita de las que encontramos al principio de la ruta, y perderse todo el día en los costados de las cuchillas de caliza que bordean el camino, pasar los tres puentes de cuento, conocidos como el Mercadín, la Tarantosa y Pontau. Acompañado de mi guapa y querida compañera –sin ella estoy perdido- y ya que tien fama de buena cocinera, -con su permiso- al caer la tarde disfrutar de sus guisos –aunque solo sea una longaniza con un güevín y unas patatinas que seguro quita el sentiu- y durante el día, hartarte de ver agua, cascadas, pozas, hayas, robles, lianas… -una perfecta ocupación para un jubilado- Si no fuese por la panza… casi me veía, de medio cuerpo desnudo, altas botas, tostado el rostro dentro de la barba blanca. Sentir en todo momento –subir al focico- el aroma de las plantas y la tierra no tostada por el sol. Durante el día, después de cansar de trotar, tirarme a la bartola a descansar en la sombra que encontrara propicia. Al oscurecer, cuando la noche tiende su velo de joven casta, al tiempo de quedar prendidas en el cielo las primeras estrellas, con una mueca de cansancio feliz, colgando de los labios, sentado en una tachuela a la puerta de la cabaña, dejarme embriagar por la noche campesina, con la vista tendida, ahondando en los pliegues del terreno, en las lejanas charcas que reflejan la luz de la luna, que riela el cielo silenciosa.
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