miércoles 4 de enero de 2012
A Roberto Arnedo
En la fotografía, entre el amargo color de los eucaliptos, inquieto, ha quedado atrapado el viento. Las ramas, tensas y retorcidas, muestran su afán de invisible viajero. Quizá por eso, al fondo, en el cielo —esa partícula de inmensidad arañada por las tuscas— no hay nubes ni pájaros. Es una tarde seca, limpia. Al pie de los árboles, y aunque la perspectiva no permite observarla, sé que hay una calle —arenosa, invadida por matorrales quemados por el frío. Por allí se apartaban las parejas durante el verano, cuando sólo deseaban escuchar sus voces y querían olvidar el murmurio conservador del pueblo. De ese tiempo nada sabe este trozo de invierno en el que no hay nadie. Como si en lugar del presente la imagen mostrara el futuro: la olvidada soledad en la que acabará nuestra memoria, sus recuerdos.