Él la quería, cada día, como si no hubiese mañana. La colmaba de atenciones y le brindaba mil carantoñas. Antonio Casquero, que así se llamaba era conocido cariñosamente en toda la Colonia Socialista (la también denominada ‘Colonia de las Casas Baratas’) como ‘el sordito’ por sus problemas auditivos en el oído izquierdo. Aquello fue fruto de un fuego cruzado de piedras en una improvisada guerra con los chavales del colegio rival. Una travesura que le persiguió de por vida.
Antonio llevaba ya meses rondando en su cabeza el pedirle matrimonio a Dolores. Él siempre se refería a ella como “Lola” sin que pudiese evitar que sus ojos brillasen cada vez que pronunciaba ese mágico nombre. Llevaban casi año y medio de relación y desde el primer instante que cruzaron sus miradas, en la verbena de San Isidro, supo que con ella querría pasar el resto de sus días.
Sólo le había comentado su plan a Miguel, su mejor amigo y compañero de mil batallas. Acudiría a esa lujosa y nueva calle de la que todos hablaban, la Avenida de Conde de Peñalver (primer tramo de la hoy Gran Vía) y buscaría en una de sus elegantes joyerías un anillo de compromiso a la altura de su pasión por Lola. Con mucho dolor tuvo que empeñar aquel reloj de faltriquera, quizás el más importante de los recuerdos que le acompañaban de su padre, y reunió el dinero suficiente para acometer la compra de la preciada sortija.
Aquel era un día decisivo en su lucha por ser feliz en la vida, por ello Antonio se puso sus mejores galas. Quería recibir al destino de la mejor manera posible. Ese traje oscuro que sólo había utilizado en un par de ocasiones, su gorra calada y su pañuelo, bordado por su tía Gloria con sus iniciales, asomando por el bolsillo. Su aspecto arreglado y estudiado le permitió no desentonar entre el lujo de la recién estrenada calle. El ‘sordito’ era un hombre decidido, no le gustaba dudar, así que compró sin pestañear el anillo que más le convenció para su Lola, lo guardó con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a su corazón y salió, acelerando el paso, hacia la Calle de Alcalá. En la entrada del Retiro se encontraría con ella.
“¡Ya uno casi no puede caminar tranquilo!”, pensó para sus adentros mientras se veía envuelto en un tráfico que los últimos años no había hecho más que crecer. Ya no sólo tenía que estar pendiente de los carros o de los tranvías, también de esos endiablados coches que cada vez atestaban más las calles de su preciado Madrid. Justo en el preciso momento en el que pisaba las vías del tranvía empezó a pensar en la reacción de Lola al ver el anillo. En si dudaría en su respuesta. Su sonrisa se tornó en un gesto de miedo. En aquel instante notó una mirada ajena e intimidatoria clavaba en su persona. Alzó la cabeza y notó un fogonazo. A unos cuantos metros un fotógrafo y su máquina le observaban sin pudor. Acababa de ser fotografiado. Bajó la cabeza y continuó su marcha.
Antonio nunca vería esa foto, pero tampoco le preocupó. Él prosiguió su camino, sin ser consciente de que aquel paseo, de camino a la felicidad, había quedado inmortalizado para siempre.