Digo todo esto porque me enerva escuchar a vuestros catedráticos. Una de las cosas que la universidad ha expandido como un virus mortal es la creencia en que hay que ponerlo todo en duda, en que hay que cuestionar las opiniones recibidas. Lo que parece en principio un acto natural de la razón deviene, poderosamente calculado, en falta atroz. Muchos de vosotros habéis sido ahogados bajo esas garras, pero lucháis ansiosamente porque algún otro ponga en evidencia esta fatalidad que se quiere hacer pasar por gracia. Pues, precisamente, ¡Maldita la gracia! Yo os diré lo que hay que hacer.
Primero, desconfiar de esa puta llamada duda. Nada más fatídico. Vuestros catedráticos os hablarán de la sospecha, de la puesta en cuestión de toda idea, con lo que ello significa: la pérdida de confianza en lo que nos rodea, la incapacidad de asir con fuerza la materia. El profesor sospecha de la autoridad, el paciente del médico, el vecino del vecino. Como todos miran con tres ojos la silla que hay enfrente suya, ya nadie puede afirmar con seguridad qué es lo que sabe. Prefiero un solo conocimiento seguro a mil conocimientos dudosos. Y ahora lo único que poseemos son conocimientos dudosos.
Pero es que tampoco hay nada tan dulce como darse al placer de la duda. Nos sitúa convenientemente en aquel lugar en el que uno siempre es juez y no juzgado, nos absuelve de nuestras obligaciones y nos viste la toga de esa sombra que solo diagnostica, sin atreverse a actuar. La duda dirige un dardo hacia el centro de la autoridad, socavando toda pretensión de solidez. Con ello, el joven queda al margen, pero al precio de poner continuamente una venda a ese abismo de dolor que ha abierto con su gesto negligente.
La duda es catastrófica. La duda permite replantearse si el hombre acaso sea la creación más bella de la naturaleza, y no quizás el pelícano. La duda convierte el blanco en negro, y a ambos en el gris, color de la pura indeterminación, de la incapacidad cognoscitiva para aprender la realidad. La duda es el porvenir de los pelícanos; la convicción, el futuro del hombre. Ahora yo os pregunto, ¿Queréis servir a un esclavo? Pues la duda se convierte en patrimonio del débil y cabalga sobre los hombros de los siervos, mas la afirmación pone la mano sobre el mundo y lo moldea a su forma.
Ahora que sabéis, ahora que poseeis en vuestras manos el báculo de la información, es más fácil que antes poner todos los medios para modificar las cosas. Y para ello necesitáis volveros hacia la confianza humana, a fin de evitar los peligros que quieren arruinar a nuestra especie. Olvidaros de esa lacra llamada pensamiento. No necesitamos pensadores, sino actores. La materia nos llama desde su oscura nulidad y pide a gritos manos que la azoten, que la organicen, que la lleven a donde quiere ir: la luz meridiana de la afirmación, la luz del mediodía. Y que los profesores vuelvan a sus cuevas.