Escribe: Rogger Alzamora Quijano
Aquél día el tren ligero era gratis. Me enteré en la “taquilla”. Fue un día de suerte, a pesar que para entrar en el gris y breve vagón hay que lucharla. Cuando llegué a Xochimilco eran las nueve menos veinte, tiempo de sobra para irme caminando con el aire fresco. Veinte minutos después estaba ante la puerta del Museo Dolores Olmedo. Tomé un parasol en la entrada y me fui a recorrer por tercera vez este Museo. El ecléctico entorno se abrió a mis ojos. Diego me miró con igual asombro desde su póster gigante en la pared de la capilla. Un paso, dos, y antes del tercero, el libro de Poniatowska, la entrometida revolución que le dio y quitó; Diego, su personalidad inquieta y aparente y selectivamente superficial. Caminar por ese sendero de unos trescientos metros son la necesaria puerta para un mundo que reúne tantos aspectos, tantas preguntas, y por cierto no poco morbo. Caminar implica también irse de bruces contra el garboso plumaje de algún pavo real que va posando garbosamente para los fotógrafos, turistas que se asombraban tanto con la belleza del animal cuanto con su desparpajo. Por un momento perdí la pista de la Beloff y la encrucijada de perdonar o no a un Diego que se fue prometiendo el oro y el moro para después enviar mudos sobres con dinero. “Y el amor es más amor cuando se es pobre y oscuro”. Mientras pienso en ello escucho el graznido frecuente de uno y otro lado del inmenso parque que parece esta casa, con retazos de jardines de postal. Y me parece tan apacible como la primera vez que la recorrí hace tres años. Por momentos parece un parque kitsch y por ratos un campo de golf diseñado por Niklaus. Y Dolores -que de doliente sólo tenía el nombre porque parece fue más afortunada que tú y yo- había llamado La Noria a este refugio que hoy como entonces dispensa alimento para el espíritu.
Por fin me deshago de las simplezas de los turistas a quienes me he ofrecido a fotografiar. Los pavos se siguen cruzando en mi camino mientras discurro hacia el patio posterior bajo una enramada rumorosa. Sobre la izquierda me mira una escultura de Diego. Su cabeza color cemento parece estar viva, de no ser porque yace sobre un pedestal ínfimo. Lo miro. Pienso. Frida, la pequeña gran traductora del espíritu azteca; la enrazada indo-europea que pintaba sus venas, su cerebro, sus sentimientos, su soledad. Intentando “ahogar mis dolores pero aprendiendo a nadar”. Y Diego tan él, tantas veces tan él, soberbio como su cabeza color cemento, preciso como sus ojos -especialmente el tercero que pintó Frida- color cemento. En palabras de Frida: jugando a ser el marido de muchas pero sin serlo de nadie. Y eso duele. Aquí, en esta medialuna, donde veo la cabeza color cemento de Diego, puedo enlazar a las dos mujeres más importantes en la vida de Diego: Lola y Frida. He venido a corroborar eso, que en estos tres años me ha dado vueltas en la cabeza. A encontrar un rastro. A discernir.
En casa de Dolores las trazas de arte se multiplican como los tonos de verde. La presencia de Diego se abre por los cuatro senderos, los del Maestro Almendro. Pero está Frida, que reta a Diego la preponderancia en este recinto y en muchos otros. Se respira. Tal vez porque Lola, la noble mecenas de Diego así lo quiso, así lo implantó en su propia vida llena de Diego y a pese a él, sin que le importara lo que se diría. He terminado de mirar a los ojos a Diego y me dirijo hacia el fondo, un simpático museo de recorrido semicircular y objetos de la cultura azteca o mesoamericana. No me atrapa. Salgo al lado opuesto. Es corto e interesante sí, pero ahora me lleva el camino de la blanca extremidad. Y la dejo llevarme. En la sala que hoy luce vacía había hace tres años un altar de muertos impresionante, que dejaba planear unas moradas cintas hasta casi la puerta. Afuera, en el pasadizo un colorido “árbol de la vida” que ya no está y que me recuerda a Frida “Arbol de la esperanza, mantente firme”. Es Frida. Falta Frida, su estilo. Hoy no está y no lo lamento, anda por Europa, dicen. Con Frida ausente parezco estar definitivamente mejor teledirigido. Trepo hacia la capilla desde cuya cima se balancean los ojos de Diego. No entro a la capilla como no lo hice antes. Y ni sé si está abierta al público. Es cuando el simpático xolo “Chocolate” responde a mi infalible llamado perruno. Corre hacia mí y quiere treparse en el verde cerco. Marcos, su amo se acerca también. Le pregunto acerca de las costumbres de estos xoloitzcuintle tan parecidos a los perros peruanos sin pelo. Me cuenta sus características mientras me deja acariciarlo. Lo ha parado sobre el cerco. Chocolate lame mi mano y me besa. Extrae de su bolsillo un protector solar y le esparce sobre su piel. “Chocolate” es afortunado, pienso. Parecen haberse acostumbrado a la escultura de Diego que muestra dos de estos xolos en tamaño natural, porque la base se metal es uno de sus lugares favoritos. Y uno de los míos también.
Cuando yo nací ya Frida había muerto, quizás por eso su nombre siempre me sonó más que otros nombres, pero quizás por eso mismo, el de Diego se convirtió en mi inspiración. Cuando en mi lejano pueblo, por suerte llegaba a mis manos alguna revista o nota periodística acerca del maestro, yo me quedaba mirando sus murales y después los recortaba y pegaba en la especie de periódico mural que tenía enfrente de mi escritorio. Allí estaban sus murales junto a mis ídolos: Vallejo, Brel, Machado, Dalí, el Ben Hur de Charlton Heston,Teófilo Cubillas y Perico León.
Alguien me ha preguntado algo y me saca de mis recuerdos. Leo el mensaje de Dolores acerca de compartir lo que se tiene y me voy hacia adentro. Voy a tratar de entender al Diego de mis suspicacias y paso muy rápido la sala de fotografías de Pablo O’Higgins, aunque no deja de conmoverme su versión (que es la mía también) de la cotidianidad pueblerina. La sala dedicada a Angelina Beloff la paso más rápido aún. Quiero gastar más tiempo en lo que me interesa. A vuelo de ave “El Bebedero” llama mi atención. Veo un poco de las piezas arqueológicas mexicanas y casi nada de la sala dedicada a Dolores, ciertamente un muestrario de belleza y opulencia, pero que no me seduce. Alguna señora que no piensa lo mismo es reconvenida por fotografiar o acercarse demasiado.
Debo confesar que no creo que entre Phillips y Diego hubiera un malentendido a causa del desnudo dedicado “A Lola Olmedo”, que fuera devuelto por ella obligada por su marido. Pienso que el malentendido quizá fuese lo que escribió a puño y letra sobre el mismo papel: “Devuelvo esto porque soy convencida de que no fueron ofrecidas de buena fe”. No me parece casual la palabra “soy”. Era ella una latina que tenía muy clara la diferencia entre los verbos ser y estar. ¿Fue ese un señuelo para Diego? Estoy seguro que sí. Era guapa doña Dolores y no tenías que ser difícil para Phillips imaginar algo entre su mujer y Diego, sabiendo además la predilección de Lola por el maestro y su evidente distancia con Frida.
Quedé absorto mirando los óleos de Diego. Su manejo del pincel es magistral, sus trazos que a primera vista parecen simples, son en realidad depuradas muestras de su técnica. Más de 50 obras que recorrí en casi tres horas, hasta que la convicción de aquellos episodios de forma triangular (por lo menos), fueron engullidos por mi avidez de los aspectos técnicos de los cuadros de Diego.
Quizás para la próxima vez deba centrarme en lo que fui a buscar. Por ahora -me dije- caminaré hacia la salida, dejaré el parasol y entraré a la tienda a comprar unos cuantos posa-vasos para mi sala, donde Frida estará presente como no lo estuvo hoy.
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