La libertad auténtica es su búsqueda constante, de ahí su incuestionable rasgo revolucionario; y esta libertad se consigue tan solo a través de la conciencia del Yo como entidad autónoma i fantástica – siempre relacionada con la Naturaleza –, la supremacía del sentimiento y de la creatividad frente a la razón y tradición neoclásicas. Es propio, pues, de este movimiento un gran subjetivismo e individualismo y una exaltación de lo instintivo y sentimental en una actitud de introspección absoluta. El artista romántico debía representar perfectamente este papel de “ser libre” concibiéndose a sí mismo como “Genio creador” de un Universo propio. El estilo de vida de estos artistas, despreciaba el materialismo burgués y preiconizaba el amor libre y el liberalismo político, ideales todos ellos que mellaron profundamente en la personalidad de los artistas romanticistas, la mayoría de los cuales murieron jóvenes – con frecuencia el romántico acababa su propia vida mediante el suicidio –.
Técnicamente hablando, el romanticismo supuso una renovación y enriquecimiento del limitado lenguaje y estilo neoclasicista, dando entrada a lo exótico y lo extravagante, tomando como referencia las culturas bárbaras y la edad media, en vez de las cultas de Grecia y Roma. De este modo, la belleza romántica depende más de la sensación que producen los objetos en quien los contempla, que de las propias características de éstos. El romanticismo abrió asimismo la puerta a la expresión emocional a través del uso expresivo de los recursos pictóricos – color, pincelada, composición y uso de la luz y la sombra – y la renovación del repertorio de temas.
Uno de los temas más radicalmente recurrentes fue el paisaje puro, sin figuras, en con la pretensión de alcanzar la significación heroica de los grandes lienzos de escenas históricas. El paisaje debía, por sí mismo, despertar emoción y transmitir ideas, expresar sentimientos a través de la vinculación de estos a lugares naturales específicos. Caspar David Friedrich ( 1774-1840) resultó uno de los más grandes representantes de estos paisajes en los que se presentaba una intensa devoción hacia una naturaleza apacible, serena, infinitamente superior a la mísera naturaleza del hombre, con la intención de comunicar una reverencia religiosa por el paisaje. En sus obras reflexiona acerca de la conexión espiritual entre la existencia humana y la Naturaleza, contrastando la pequeñez humana frente a la grandiosidad de la divinidad que se manifiesta en el entorno natural.
Las grandes cordilleras, con profundos abismos que generan un vértigo que nos atrae y repele a la vez; los parajes solitarios o las ruinas abandonadas, que nos envuelven en una enfermiza melancolía; los cementerios y criptas húmedas se convirtieron, de esta forma, en el tema predilecto a la hora de reflexionar sobre el efecto sublime – emoción sobrecogedora, entre el temor y el placer – que marcó la revolución romántica.
[Imagen: Caspar David Friedrich, Der Mönch am Meer - Monje en la orilla del mar, 1808-1810]