Son las ocho de la tarde y entró en casa helada de frío, deseando ponerme unos calcetines gordos y hundirme en el sofá un rato bajo la manta. Veo luz en la habitación de mi hijo y empujo suavemente la puerta. Está estudiando… en manga corta y bermudas. Siento todavía más frío.
- Dime que te acabas de cambiar y que esta mañana cuando has salido de casa llevabas pantalón largo y chaqueta – en el fondo no me hubiera importado que me mintiera.
Pero mi hijo nunca miente (por ahora) y su sonrisa nerviosa me ha hecho ver que se fue al instituto esta mañana en bermudas y manga corta, con 6º en el exterior. La chaqueta supongo que la llevaría de atrezzo, como siempre, en el hombro y para que me quede tranquila al no verla colgada en la percha.
En casa bromeamos con él, le decimos que debe haber un niño viviendo en Alaska pasándolo realmente mal porque debería estar en un clima mediterráneo, que ahora entendemos sus ojos achinados… y se parte de risa.
Yo no soy una madre excesivamente protectora en el tema de la ropa (bueno, en casi ningún tema que no sea realmente importante). Sufría al ver esos bebés en los carritos que además de llevar body de manga larga, camiseta y jersey, llevaban un buzo de esos de cuerpo entero que les impedía doblar los brazos y les hacía parecer un muñeco de mazapán. Así que suelo confiar en sus sensaciones térmicas y no les obligo a ponerse una chaqueta cada vez que yo tengo frío.
Pero es que ahora hace mucho frío.
Me ha prometido que mañana llevará pantalón largo, pero el plumas le parece excesivo, con la sudadera tiene bastante, tampoco hay que exagerar, no vaya a ser que sus amigos empiecen a preocuparse.
No quiero ni pensar como va a salir a la calle este verano.