Revista Literatura

Fuego en el cielo

Publicado el 23 diciembre 2011 por Netomancia @netomancia
El silbido es la antesala del final. El sonido agudo que atraviesa la paz, que la destroza y hace añicos. Y a lo lejos, los fuegos en el cielo, estallando en mil colores como una arcaica celebración. Los niños corren por las callejuelas sucias, sus pies repletos de barro y arena. Los apremia una promesa de salvación, del otro lado de las trincheras.
La sangre hierve joven, inconsciente y detrás del terror una mueca sonriente pretende hacerse a la luz. Pero los disparos silban cerca. Apenas una delgada línea los separa de la muerte, pero siguen adelante, mientras el polvillo y el escombro que la munición le roba a la pared se desparrama a sus espaldas.
Se han criado con ese ruido y los colores en el cielo. Esas luces que en la noche parecen inundar la negrura, para estallar en matices hirientes una vez que tocan la tierra, llevándose vecinos, familiares y amigos. Quedan los restos de un pasado que no volverá a ser, que no sueñan con volver a ver.
El mundo parece absorberlos, pero ellos sigue corriendo, metiéndole piernas a sus ganas de seguir vivos, encorvando sus cuerpos, agachando la cabeza, doblando en los recodos a tiempo, jadeando sin cesar, respirando con la boca abierta y al borde del desmayo, ya sin aliento.
Y la trinchera se antoja lejana, distante, como un oasis, un país lejano, una promesa de ayuda que no llegará, de paz que nadie querrá, de felicidades que sus corazones ya no albergarán. Hay ardor en los pies descalzos, en la piel desgarrada por los silbidos que apenas pudieran esquivar. Pero no se resignan, porque resignarse es lo mismo que morir. Y la vida, por más penosa que sea, es vida. Es un don. Es un regalo. Es un placer incluso en el dolor, es una sonrisa detrás de una mueca de terror.
Y es la trinchera justo delante de los ojos, para quedar otra vez a salvo. Se arrojan salvajemente del otro lado, poniéndose a resguardo. Los niños están agitados pero así y todo se miran unos a otros y comienzan a reír. Están todos, cansados, pero vivos. Y eso solo, amerita la risa. Una risa carente de felicidad, pero repleta de otra cosa: satisfacción.
Uno de los niños saca de una bolsa unas varillas de pan y media torta, lo poco que han podido robar de los restos de la panadería más cercana. Y lo ofrece a los más pequeños que esperaban allí en el refugio. Y con un hilo de voz, faltándole el aire, bendice la esperanza:
- Feliz Navidad, es poco, pero suficiente.

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