Revista Literatura

Fuera de combate. Fase #3

Publicado el 23 octubre 2013 por Sara M. Bernard @saramber
Fuera de combate. Fase #3
Si mezclas una perfomance de Abel Azcona con el final de Loopoesía 2013 de Jordi Corominas obtienes un desparrame parecido al happening en el que derivó la obra de teatro del 1 de noviembre. Mi personaje era el que sostenía un corazón de vaca y corría entre el público. Víscera mal envuelta en plástico transparente por culpa de las prisas, que empezó a chorrear sangre, y aquella chica disfrazada de vampiro en post-Halloween empezó a gritar, y el personaje a gritar más y a perseguirla, a restregar vísceras y todo el público acabó involucrándose en un éxtasis grupal.
La jornada concluyó a las 8 de la mañana, festivo puente, tomando chocolate con churros. Discutir con aquel recién conocido sobre el "movimiento antipoético del Roadhouse", porque era el lugar donde acabábamos de cometer la gran actuación, de la que nos acordaríamos toda la vida, y pronto nacerían de mi bolígrafo más textos como ese.
De hecho, así ha sido.
Me acuerdo de esa noche, todavía, cuando hago el esfuerzo. Que suele ser nunca, o de forma muy vaga, porque ahí empezaba la maldición.
Fuera de combate. Fase #3
Otras muchas cosas han nacido de mi bolígrafo, aunque sólo las inmediatamente posteriores a esa fecha acabaron convertidas en recitales poéticos. En otros bares y cafés-teatro, cuando no existía tanta perfopoesía, ni tantas becas para jóvenes escritores, ni tantos locos.
La maldición empezó a correr cuando agrupé los recitales en una versión oficial. El ya no tan desconocido me animó, y al poco de ese punto final, llegó la despedida.
No lo relacioné y seguí.
Meses después coloqué otro punto y final. Hubo una nueva pérdida por viaje. Y descubrí que aquella obra de noviembre, escrita con mi bolígrafo, la estaban representando sin avisarme. 
Otro año, una dedicatoria, otro punto final y adiós.
Y otro punto final, y más pérdidas.
Y luego otro y tierras de por medio.
Una y otra vez. Hasta que un día me harté del lastre y fue directo a la basura. Una semana más tarde, vi uno de aquellos poemas -de noviembre- en un libro. No sé cuántos más habrá. Es un poeta de segunda línea, un par de libros, jurado de concursos literarios. Seguro que imparte talleres literarios. Concurso en el que acabaron esas líneas, recién tiradas a la papelera.
¿Y por qué no haces nada? preguntan. Respuesta simple: no tengo dinero para abogados ni pleitos. Es sencillo.
Y después.
Después el experimento de Los versos del hambre, que también se ha cobrado su maldición. Ya casi es una broma de mal gusto, una broma fea, un venga ya. Aún con todo, el experimento ha salido bien. He conseguido no poner una portada correcta, ni de estilo actual, sino LA portada que tenía que ser. He conseguido no poner un texto que sonara bien en el mercado, sino EL texto que tenía que ser, con sus comas milimetradas.


Una tontería como otra cualquiera, porque cualquiera puede publicar en Amazon.
Pero el experimento llega a su Fase #3: nunca he querido ser, simplemente he sido. Me acuerdo de ese mohín de disgusto, la ceja arqueada o el chasquido de la lengua. De la existencia de sonetos, cuartetas o seguidillas totalmente hilvanados, porque de lo contrario ni es poesía ni es nada. De Juan Ramón Jiménez y su derecho para el uso constante de la letra J, pero mi no derecho al uso de mis cursivas ni mis puntos suspensivos... aunque tuviera, también, justificación sólida.
El sistema lo adjetivaba como feliz sólo porque tenía tiempo para escribir poemas, relatos e ideas. He vivido en el autoengaño.
La resistencia activa era muy fácil de ejercer, casí un juego, tan fácil como intentar publicar a los 12 años, falsificar la firma de los padres para presentarse a concursos literarios de enjundia a los 13, intentar publicar a los 14, más concursos a los 15, publicar en la revistilla del instituto a los 16, etcétera.

Qué pensarán esos profesores de Literatura hijueputas sobre las antologías modernas de jóvenes escritores.
Qué pensará aquella profesora estúpida por haberme arrancado de las manos la obra de teatro manuscrita, con el punto final recién puesto, partirlo en tres pedazos, tirarlo a la basura, y someterme a vigilancia extrema el resto del curso para que no escribiera otra cosa que apuntes (y nada más).
Tendría que haberme dado cuenta entonces, pero no lo hice. O no pude. Que este sistema educativo estándar es lento, absurdo y cargante. Que está basado en el miedo y la vergüenza, en una posición de constante sometimiento intelectual y en el refuerzo de un futuro que llegará, algún día.

Que no puedes pretender que una clase consista en leer en voz alta 20 páginas de apuntes, que se leen en 10 minutos y se estudian en casa. Pues claro, me puse a hacer cosas de mayor interés. 
Creo que el estrés postraumático fue mayor de lo que recordaba. Algo así como un luto a la antigua (cortarse la melena por la espalda al dos y empezar a vestir más de negro) o no acordarse ni siquiera del título, para reescribirlo todo.
Hasta un año después, en el que los integrantes de la compañía de teatro semi-profesional donde estaba se habían marchado y no pude ofrecerles ese texto acabado. Entonces sí, conseguí terminar una variante simplificada y llegar a ese noviembre. Aunque ya estaba herida, sin saberlo, por la maldición. Véase: escribir es malo y hay que esperarse a un futuro (que nunca llega) para hacerlo bien.
2 de noviembre de 1998 aparece en las primeras páginas de un libro, casualmente. Y los personajes tienen la misma edad y les ocurre algo similar. Bueno, similar no, que son muchos más de dos. 
Y todo lo anterior son los motivos por los que he tenido que parar la lectura de Los detectives salvajes de los cojones de Bolaño. Por esos siete males, siete plagas de Egipto y cuatro jinetes del Apocalipsis que me han pasado por encima.
Es el primer libro que guardo para leer en un tiempo futuro indefenido. Hasta la Biblia he podido leerla de principio a fin, en plan lector-pesado-que-si-empieza-algo-lo-termina.
El futuro nunca llega.
Me rindo. 

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