Revista Literatura

Fuera de juego

Publicado el 08 agosto 2010 por Isladesanborondon
 
FUERA DE JUEGOLlegó el viernes y la bomba explosionó en el salón de actos del St. Brendan College a la hora del recreo tal y como lo habían programado. Y aunque nadie resultó herido, los profesores y los alumnos daban vueltas por el patio como ratones enjaulados. El miedo resulta un arma eficaz, nos hace perder el control de lo que somos. Helen quería correr pero sus piernas no respondían al deseo de huir. Sean se tiró al suelo y se abrazó la cabeza. Rezaba para que aquella estampida de piernas no le patearan el resto del cuerpo que había dejado al descubierto. Aferrada a la verja del colegio, Mary comenzó a llorar desesperadamente mientras se empeñaba en arrancar la alambrada con sus manos y salir de allí como fuese. Paul fue hacia ella pero se detuvo en seco cuando notó que algo cálido se precipitaba por sus piernas y en su pantalón gris una mancha oscura delataba su cobardía. Olvidado el susto, para su desgracia, Paul Colum pasó a ser conocido por todos sus compañeros como “Paul Pee”.
La pregunta flotaba en el aire como una bruma espesa. Quién podría haber hecho aquello y por qué. Debajo un banco, Stephen contemplaba la escena. Recordó las noticias de estudiantes descontentos que un buen día irrumpen en el aula y sin contemplaciones levantan la pistola y disparan a su profesor llevándose por delante a cuantos compañeros se interpongan en su camino. Esas cosas hasta ahora sólo sucedían en algún pueblo perdido de la geografía americana. Alguien se acerca y le toca el hombro. “Stevie, nos llaman”. A través de la megafonía una voz ordena a los alumnos que cuanto antes se reúnan todos en las canchas de baloncesto.
A los pocos minutos de la explosión, tres coches de la Garda y un camión de bomberos se presentaron en el recinto. “Una bomba de fabricación casera” fue la primera noticia que corrió de boca en boca a la velocidad de la luz. La marea de confusión les devolvió un segundo rumor: “alguien de dentro”. Pero, ¿quién? ¿Quién se había atrevido a hacer una cosa así? El padre Cunningham acompañado del resto de profesores, que a duras penas disimulaban tranquilidad, dirigió un discurso a los alumnos congregados. Al principio su tono fue muy agresivo, prometiendo un severo castigo a los implicados. Pero poco a poco, el Principal fue dejando de lado aquella arenga impostada y recuperó el carácter pusilánime de sobra conocido por todos. “Y la puerta estará abierta para aquellos que se acerquen a mí y reconozcan el daño”. En ese momento John Mulligan se tiró un pedo descomunal. Los chicos de su alrededor se tapaban la boca y miraban al suelo esforzándose en no soltar la carcajada. El director hizo como si no se hubiera dado cuenta y continuó hablando. Para aquel hombre de color zanahoria, que se dejaba crecer la mitad del pelo de su cabeza para cubrir la calvicie de la otra mitad, prodigarse el respeto de sus estudiantes siempre fue una tarea inútil.
FUERA DE JUEGOAl fondo del jardín, Shana y Sophie permanecían sentadas escuchando con despreocupación las palabras del superior.
— ¿Y si nos entregamos? El viejo promete que no nos pasará nada —dijo Shana mientas sonreía con malicia.
— Seguro que nos da unas palmaditas en la espalda — contestó Sophie siguiéndole el juego a su amiga.
— Ahora en serio, ¿Crees sospecharán de nosotras?
— No lo creo. Pensarán que ha sido cosa de los gemelos o de Callagher que siempre anda buscando bronca.
Shana soltó un chorro de humo por la nariz y con la punta del zapato desmigajó lo que quedaba del cigarrillo. — ¿Qué pasará ahora?
— Pues supongo que lo de siempre —comentó Sophie mirándose las uñas. Tendría que cortárselas todas al ras. —Enviarán una circular a casa explicando lo sucedido y pedirán dinero a nuestros padres para pagar las obras. Poco más.
— Ya estoy oyendo a mi padre: “¡Estos putos curas siempre pidiendo! Deberían preocuparse de que los chicos no se les vayan de las manos”.
Sophie imaginó que sus padres querrían sacarla de aquel “nido de gamberros”, como a veces decían. Ella les suplicaría que no lo hicieran. Que el colegio era un asco era cierto, pero terminado el año ella ingresaría en la universidad. Para qué entonces complicar las cosas.
— Oye, será mejor que vayamos con el resto. Parece que el discursito está a punto de acabar. ¡Corre!—ordenó Sophie a su amiga.
Cuando llegaron, los estudiantes ya se estaban dispersando y se dirigían a sus aulas. Con el follón las horas de clase se habían esfumado y en pocos minutos sonaría el timbre de salida. A Mary todavía le duraba la llantina y soltaba algún hipo descontrolado mientras guardaba los libros en la mochila. Algunas chicas se acercaron para darle ánimos, pero ella siguió a lo suyo sin prestar atención a nadie. La estampida fue general. Los gemelos, Patrick y Nick, reían nerviosos y cualquiera que pasara por su lado no se libraba de recibir algún empujón o por lo menos un codazo en las costillas. Hubo más de uno que les dirigió una mirada recriminatoria dando por hecho que habían sido ellos los autores de aquella broma de mal gusto. Sophie se los encontró cuando bajaba las escaleras. Los gemelos le impidieron el paso y ella se les enfrentó.
— ¿Queréis parar? ¡Estúpidos! — les increpó Shophie.— ¡Parecéis dos nenazas!
— Eso Nick, —dijo Patrick con sorna—. No te metas con la empollona, que ya le está faltando tiempo para chivarse a Miss Calloghay.
— Pero qué capullo eres Patrick. Anda, déjanos pasar—insistió Sophie.
— Sí, déjalo Patrick, no merece la pena discutir con un feto que tiene orejas de soplillo.
Los chicos se apartaron y las chicas lograron salir. Sophie no pudo aguantarse la rabia y les gritó desde la puerta.
— ¡A la mierda!
FUERA DE JUEGOAndaba deprisa y a Shana le costaba seguirle el ritmo. Al cabo de un rato su amiga se paró con brusquedad.
— Podrías haberme echado un cable, ¿no?
— Oye que sabes defenderte muy bien solita. Ahora no vengas a pagar tu cabreo conmigo, ¿eh?
Por el camino Shanna se agachaba y recogía piedrecitas de la carretera para luego lanzarlas contra cualquier cosa que a sus ojos funcionara como diana. Ensayó el tiro contra el parabrisas de un coche que circulaba de frente. El conductor hizo sonar el claxon, bajó la ventanilla y le profirió un insulto airado que la muchacha recibió a modo de premio. Después se fijó en un cuervo que acababa de posarse en la cuneta. Y también acertó esta vez. Shana parecía divertise haciendo daño. Sophie seguía molesta con los chicos pero sobre todo con su amiga. Apretó el paso. Nunca está cuando se la necesita. Menuda egoísta. Siempre a su bola y yo al servicio de sus caprichos. Si no llega a ser por mí, la bomba no hubiera funcionado. “Sophie, si es muy fácil, sólo tienes que seguir las indicaciones de la página web. Pan comido”. Al final, me dejó con todo el embolado, y eso que la idea había sido suya. Pero es de las que tiran la piedra y esconden la mano. De repente un dolor intenso le obliga a detener la marcha y echarse la mano a una de las pantorrillas.
— ¡Gilipollas! —gritó mirando desafiante a su amiga.
— No te enfades. Era una broma.
— Pues esas bromas a tu madre, ¿me oyes?
Shana ríe con ganas. Desde pequeña le ha gustado provocar a su amiga.
— Oye, no les hagas caso. Te ha molestado que te llamaran feto, a qué sí. Pero si sabes que te tienen envidia todas las de clase…
A Sophie le trae sin cuidado lo que opinen de ella. Shana continúa hablando:
— Oye, ¿qué hacemos mañana? ¿Podíamos ir a Dublín?
— Ya lo pensaré. Llámame luego. Ahora no lo sé. —contesta Sophie con sequedad deseando llegar a su casa de una vez. Ya queda poco.
— ¿Vas a contárselo a tus padres?
— Sí claro. ¿Sabes mamá a Shanna se le ocurrió fabricar un explosivo y le he ayudado? El salón de actos ha saltado por los aires. Seguro que me dan paga extra este fin de semana.
— Adiós.
— ¡Adiós feto! — grita Shanna mientras corre hacia la parada del autobús.
Sophie entra en una casa agradable, con un agradable y cuidado jardín, de un barrio cuidado y agradable. A Shana todavía le queda por recorrer varios kilómetros hasta llegar a un barrio no tan agradable, ni tan cuidado como el de Sophie donde los ladrillos de las casas llevan siglos ennegrecidos por el humo que despiden las largas chimeneas de las fábricas de los alrededores. Llegará a una casa donde la puertecilla verde del jardín hace tiempo que está desvencijada, y los cristales de las ventanas no lucen transparentes como los de la casa de su amiga. Los setos del jardín dejaron de podarse a la misma altura y la mala hierba ha colonizado el pequeño cuadrilátero que rodea la casa. Su hogar. Una tarde más, Shana atravesará la puerta para reencontrarse con su madre a la que odia desde siempre.
— ¿Shana? ¡Estoy en la cocina!
— ¿Qué hay de comer?
— Al menos podrías saludar antes, ¿no?
— Hola Jane, ¿qué tal el día?
— Cuántas veces tendré que repetirte que para ti no soy Jane sino mamá. Acabas de llegar y ya me has puesto de malhumor.
— Tú siempre estás de malhumor.
La madre prefiere callar. Está demasiado cansada y no tiene ganas de llevar la discusión más lejos.
— He hecho emparedados de carne. Lávate las manos y ven a la mesa.
— Almorzaré luego. Me subo a mi habitación a practicar y a leer un rato. Come sin mí.
La madre suspira con resignación y como siempre tira la toalla. Su hija es una guerra perdida. Shana prefiere almorzar sola. Mejor sola que mal acompañada. Diga lo que diga, a estas alturas todo lo que pueda soltar esa boca serán las mismas tonterías. Se sabe de memoria sus temas de conversación. “Hoy me tropecé con el padre Philip y me ha dicho que le gustaría verte alguna vez por la iglesia. Hija, no te dejes ir, el día menos pensado Dios te pedirá cuentas. La señora Calloghay espera su segundo bebé. En mal momento. Han despedido a su marido en la fábrica. La pobre se me ha echado a llorar desesperada esta mañana. No sabe cómo van a salir de ésta. ¡Ay! Los riñones… Me he pasado toda la mañana limpiando las doce ventanas de Pinehill. Mrs. Martini anda estos días muy nerviosa. Pasado mañana llega su hijo y su nuera de Miami y quiere tener la casa reluciente. No sé cómo me las voy arreglar mañana para limpiar la cocina y la plata…” Bla, bla, bla. No me soporta. Mejor dicho, ella no se aguanta en su pellejo cuando estoy a su lado. La hijita de papá le saca de quicio. De haberlo sabido me hubiera ahogado accidentalmente en la bañera cuando todavía era un bebé inofensivo. Pero ya es demasiado tarde para matarme y para hacer las paces. La paz la busca en sus santos de escayola y en sus cuentas de rosario. Ella reza para que su marido le haga más caso a ella que a mí. La mala conciencia es lo único que la obliga a rezar a la beatona. Beatonta. “No sé si he criado a una mujer o a un monstruo”. Es lo que me dice cuando se pone histérica. “En algo nos teníamos que parecer, ¿no crees Jane?”. Ella comienza a temblar y las lágrimas ruedan silenciosas por sus mejillas. “No me merezco una hija como tú. Menos mal que tu hermano es diferente. Dios aprieta pero no ahoga”. Cómo explicarle que Dios es una galleta que mantiene a raya a los débiles. Su madre podría soportar que su hija dijera esas cosas. El lenguaje es un puente roto que ambas no pueden cruzar. Sus dedos brincan sobre las cuerdas de su violín. Las cuerdas están sostenidas sobre un puente. El caparazón del violín guarda en el interior un alma que se puede tocar. Ella cree en lo que toca. La partitura traduce la música del segundo movimiento en Sol menor de J.S. Bach. La lluvia golpea el cristal de su ventana. Shana siente un dolor que le rasca el pecho. Hoy han sido muy valientes. Juntas llegarán lejos. Sophie. Menuda tía. ¿Y ella que pensó que no se atrevería? Su amiga pertenece a otro mundo. Los hijos de obreros tienen que luchar el doble para ser algo más que otro obrero. Si tiene suerte, la varita mágica del Estado le dará el espaldarazo y logrará estudiar con beca en la universidad. Podrá huir de casa. Será dentro de muy poco, pero todavía su sueño está lejos y la amenaza de terminar en un trabajo humilde se cierne como una sombra alargada. Ella tiene un sueño clavado en la frente. Mientras, tendrá que conformarse con ir poco a poco y aprovechar lo que hay. Un padre vigilante jurado y una madre limpiacasas. Ropa, club de hípica, equipo de natación, clases de francés… Dinero. Ese mundo pertenece a Sophie. Los pobres sólo pueden tener rencor. El rencor es gratis. Pero a pesar de todas esas cosas materiales que las separan, Shanna todavía puede cruzar ese puente y encontrarse con su amiga.
La mano izquierda continúa su danza sobre las cuerdas. Sol, sol, re, si, fa sostenido…
¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?, se pregunta. ¿Y ahora qué?
FUERA DE JUEGO
Sophie abre la puerta y un silencio taciturno sale a su encuentro. Atrás ha quedado la violencia del día. En el hogar, el reloj de pared marca el compás de una guerra que no va con ella. En la mesa del comedor le aguarda un plato con pollo al curry con puré de patatas que calentará durante unos minutos en el microondas. Come despacio. Es una chica con buenos modales. Sus padres llegarán poco antes de las cinco. Se siente fuerte y al mismo tiempo desilusionada. Lo que han hecho ha sido realmente grande. Tardarán meses en reconstruir esa parte del edificio. El college se cae a pedazos como tantas cosas en Dublín. El tiempo y la humedad horadan las carreteras y devoran la piedra y la madera de los edificios a dentelleadas. Hasta el mar tiene el color frío del plomo. Marcharse. Ya queda poco. Pronto estará en Boston con su tío Stanislaus. Abandonará para siempre esta lluvia plomiza que se come los huesos. Amigos nuevos. Una vida distinta. Es en lo único en lo que debe pensar. Aquí, incluida Shana, pueden irse todos a la mierda. Se lo contará cuando reciba la carta de admisión en la universidad. Antes no. No podría soportar su chantaje emocional. Shana nunca ha sabido la diferencia que hay entre la amistad de la sumisión. Unas pisadas descienden por la escalera. Su madre aparece en el comedor con una novela en la mano.
— Hola Sophie, no te oí llegar. ¿Hace mucho tiempo que estás en casa?
— Un buen rato. No sabía que estabas en casa. ¿No has ido hoy a trabajar?
— He tenido migraña durante toda la noche. No he pegado ojo. Esta mañana todavía me sentía mal.
— Y, ¿puedes leer con migraña?
— Acabo de empezar —dice su madre poniéndose a la defensiva.
Sophie lee el título escrito en la cubierta. The Sea Lady.
— ¿Está bien? — Pregunta dirigiendo sus ojos hacia el libro que descansa sobre la mesa.
— Ya te he dicho que acabo de empezar, pero supongo que será buena. La escritora me gusta. ¿Está salado el pollo?
— Un poco, pero se deja comer.
— Ya no sé cómo decirle a Amara que no eche tanta sal a la comida. Esta mujer…Me dice “si señora” a todo y luego hace lo que le da la gana. Me tiene harta.
Se ha posado un silencio triste. No hay que ser muy lista para darse cuenta de que su madre está deprimida. Habrá discutido y como hace siempre, esta mañana se ha quedado en casa a llorar y a compadecerse de sí misma. No entiende cómo se deja tratar de esa forma. Si lo abandonase ella la apoyaría. Cuántas veces ha estado tentada de decírselo. No es problema suyo. La mira de reojo mientras mastica. Su madre se ha perdido entre las flores del mantel. En ese jardín ella ha elegido ser la estatua. Pero muy a su pesar, ella no es de piedra, sino de carne hueso, y su carne está sembrada de nervios alterados. Su cuerpo es una pesadilla. El cáncer viene cantando victoria por lo bajo. Ese es el premio a tanto sufrimiento: seguir muriendo. Sophie nunca será así. Ella los odia. Odia la risa de Patrick, el sudor de sardinas de Stephen, los granos de Sean y su hocico de cerdo, el culo gordo de Kevin y el bigote ralo de Paul. Por encima de todos ellos está Carlos, el chico español. Su prepotencia, su inteligencia, su pelo carbón, sus brazos soleados, sus ojos verdes, su altura, su tono de voz… Carlos se lleva la palma de su odio.
FUERA DE JUEGOQueda poco Sophie. Muy poco, se repite. Pronto dejarás atrás esta isla.

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