De pronto, regresando a Madrid, observando el gesto exhausto de la gente después de cada jornada laboral, me posee una extraña sensación de fortaleza. Mientras el paisaje se desliza al otro lado de la ventanilla, tengo la certeza de que nada, ni nadie, puede herirme si yo no lo permito. Como en las películas de vampiros, ningún daño pueden hacerte si no les invitas a entrar. Me recuesto en el asiento a disfrutar del inesperado momento que me ha regalado el lunes, después de una semana difícil y un fin de semana en que no me encontraba del todo recuperado. Disfruto tanto esa sensación que me entran ganas de gritarle a todo el mundo que sentirse así es tan fácil… que está al alcance de cualquiera. Solo dura un rato pero, al igual que cuando descubrí que la alegría no procede del exterior sino del interior, sé que este sentimiento me habita y la posibilidad de invocarlo me ayudará cuando vuelvan la inseguridad, el miedo y la incertidumbre.