Conecto la televisión y los anuncios navideños me bombardean con sus mensajes comerciales llenos de felicidad envasada en flamantes perfumes o en exquisito champán. Salgo a la calle y los escaparates se me echan encima con la luminosidad de sus decorados navideños; en la oficina me reciben mis compañeros con sus cabezas cubiertas por gorros rojos rematados por una borla blanca, les miro fijamente, ellos me devuelven la mirada, sus caras se convierten en sonrientes renos que vienen hacia mi; retrocedo asustado, mientras ellos me persiguen cantando villancicos y gritando al unísono un fum-fum-fum, insoportable.
Cuando van a tocarme me despierto y, desorientado, miro a mí alrededor; mi estantería repleta de libros está en su sitio, mis imitaciones baratas de Van Gogh, descansan –fieles- en las paredes; son las tres de la madrugada y he tenido una pesadilla.
Horas más tarde me levanto, preparo el desayuno, conecto la televisión y los anuncios navideños me bombardean con sus mensajes de felicidad envasada, salgo a la calle y los escaparates y las calles exhiben su asfixiante decoración navideña.
Es uno de diciembre, la pesadilla no ha hecho nada más que empezar.
Texto: Yolanda Nava Miguélez
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