Traías el temblor de las vidrieras en los ojos, un desasosiego antiguo suscrito a la piel como una mancha de nacimiento, un verso de Brines mariposeando en la cabeza y mucho frío. Supe pronto que serías capaz de ver celosías en el encañado de las alcantarillas, volúmenes de agua en el echar de las cortinas, blanco en el blanco. Que te sentarías a contemplar el teatro de sombras que cada tarde levantaba función en la ventana. El infierno no era la pena -llegaste a decir una noche- eso vendría después. Pero después se presentó el verano, tan paternalista siempre, para advertirnos que todas las escopetas de la feria estaban trucadas. Que había demasiadas trayectorias de balas disparadas al viento por error. Pero para entonces tú ya tenías dispuesto el ojo en la mirilla, a la caza de un centro de gravedad tan deslocalizado e improbable como el mismísimo futuro.