Come galletas. Mira a su mujer. Es muy guapa. Ahora se mira hacia dentro. En lo profundo, en eso que guarda lo que uno es, en ese vacío que solo uno mismo sabe dónde se halla. Desea a otra.
No es como su mujer. Ni tan guapa ni tan alta, incluso es mayor que ella. Pero es lo que hay. No sabe por qué ni quiere desear así. Lo odia, le revienta estar así.
Vuelve a meterse una galleta en la boca y la mastica con parsimonia. Ha imaginado a su mujer en la cama, deseándola como cuando eran jóvenes y follar era un deporte y no una aburrida y navideña partida de bingo.
Come otra galleta.
Piensa qué tiene la otra y no logra que su cabeza le obedezca. ¿Es porque es otra o porque es ella? ¿Es porque no está o es porque está demasiado lejos o es demasiado real, porque la piensa o porque la odia?
Él es atractivo hasta comiendo galletas. Habría muchas mejores en quienes pensar...
Su mujer folla bien, ¿entonces..?
Deja las galletas y le dice algo al oído. Van al dormitorio. Diez minutos. Acaban.
Y cuando regresa al salón y coge una galleta de nuevo, es consciente de que no lo ha hecho con su esposa sino con ella. Como una fiera, de modo animal, mojando todos sus pensamientos, derritiendo su sexo entre sus manos, deshaciendo a esa mujer entre sus piernas como barro.
No lo reconocerá nunca. La otra y él son negrura y silencio, espeso deseo que se corta con cuchillos de rabia y lo sabe, por eso se lo calla.
Quizás ella esté ahora comiendo galletas también.
Es mejor no reconocer nada, quedarse con las ganas y seguir comiendo galletas con la calma del que se rompe y nadie lo ve.