Por: Carlos Melián Moreno.
Acaba de morir García Márquez, pero para mí ya había sucedido hace tiempo. Había muerto, pero no de la manera en que lo muere el gran público, que denosta a los grandes cuando ya no crean como antes, cuando están babeando sobre el encerado, y en verlos caer legitiman la caída propia, la vulnerabilidad que debemos padecer todos, la propia derrota.
Su muerte en mí (se trata de mí) sucedió en algún momento que no supe, hasta aquella epifanía en un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. En el Riviera estrenaban una película de su hijo Rodrigo García, Nueve Vidas, y yo asistí seguramente más por él que por su hijo, como la mayoría allí. La gente se acomodaba en las butacas y de pronto veo que delante de mí hacían ese tipo de movimiento raro: se paraban y miraban, algo había sucedido. La fila inmediata a la entrada estaba a penas a siete o ocho filas de la mía y allí, entre la gente, lo vi a él. Mierda. Al Maestro.
Durante años hube esperado el momento de estar cerca del autor de cabecera de mi adolescencia tardía –yo era un adolescente con 25 años-, tenía incluso un plan milimétrico para ese momento, hacer lo mismo que él describe en una crónica sobre un encuentro suyo con Hemingway: había una calle de por medio y él le gritó ¡Maestro! Y Hemingway le levantó una mano correspondiéndole. Había planificado el momento así, milimétricamente. ¡Eh Maestro!
Pero no levanté la mano, ni la voz, en verdad sucedió muy poco en mi corazón. El autor de Cien años de soledad, de La soledad de América Latina, el libro de crónicas de Arte y Literatura que devoré y casi memoricé, y que me dio la primera lista de autores que debía leer, estaba allí enterrado en su butaca, con el extremo superior de un bastón novelesco casi a la altura de la nariz, aplastado por su fama y por la mirada de casi todos en el cine. El autor, en aquel momento, era solo un hombre, y padecía esa palabra que tanto usó: desamparo. Revisé quienes lo acompañaban y encontré a Mercedes su mujer, también azotada por la fama, los viajes y la vejez.
Estuve en eso quizá medio minuto, lo suficiente para decirme que, en fin, y suspiré, como si envejeciera un poco más de lo habitual en ese instante. Entonces me senté y no volví a mirar atrás. De todos modos era un lujo tenerlo detrás de mí. Sentía que me custodiaba, él o su obra. Esa fue la única y última vez que lo vi. Un día, becado en la EICTV, me enteré que estaba allí, por los pasillos y no moví un dedo para ir a verlo. No sabía por qué, pero era doble, triple, cuadruplemente inútil pararme para ir a verlo.
Cuando supe lo del deceso de mi Maestro, el hombre que me animó a escribir, llegué a mi casa, entré al cuarto y apague la luz. Y le hice luto, un luto tierno, porque volví a mi primera juventud, a mi niñez, a aquel momento montado en un tren hacia la Habana en que observaba fascinado a mi padre leer El amor en los tiempos del cólera, lo que era más que un título porque yo observaba o recababa, por primera a vez, en un ser humano leyendo. E hice el recuento: García Márquez fue para mí durante mucho tiempo: el escritor. Así, como él, se debía escribir, pensar, y llevar los alrededores del oficio.
Un texto carente de su ritmo inconfundible, sus palabras musicales, sus adjetivos rimbombantes, estaba fláccido, anoréxico, mal escrito. Por lo que, por supuesto, hubo una etapa en esa adolescencia tardía, que tal intoxicación me impidió leer a nadie más. Y lo imité tanto en su canon, incluso en la manera en que construía una frase, que antes de escribir ya tenía en mi cabeza, a priori, la estructura de lo que diría. Una estructura garciamarquiana como esta: Fulanita de tal no solo comía lechugas, sino tal y más cual cosa, un molde prefabricado que yo rellenaba de contenido. Siempre he sido débil frente a los estilos vigorosos, las redacciones bien medidas, mi próxima obsesión, por ejemplo, fue Borges.
El día en que murió mi Maestro lo vi hablar en un documental por Telesur: harto de su fama, de la adulación, de que le dijeran genio, explicaba así, minimizándolo, el secreto de toda su obra: cuando escribo una frase busco encantar al lector, sustraerlo de la realidad, dormirlo. Es esencial que no despierte, por eso es tan importante el ritmo, la musicalidad, si la frase me queda coja entonces el lector despierta, es ahí pues que coloco uno o dos adjetivos que no debían estar ahí, que están de más, pero que estabilizan la frase. Y la hacen hermosa, fascinante. Y remataba al final: pura carpintería.
Esa fórmula intuitiva, está tanto en la estructura de sus frases como en su obra total. Macondo, sus personajes, la manera en que modificaba la realidad en sus reportajes y crónicas que supuestamente eran inmediatas a lo real como le toca al periodismo, estaba permeada por esa predisposición a ultranza a musicalizar el texto y encantar al lector. No me creo ninguna de sus crónicas en el sentido de que sé que no salen de la realidad real sino de esa picardía narrativa que él manejaba con exageraciones e hipérboles con todo el descaro del mundo. Hoy las desprecio por eso, pero no puedo dejar de leerlas cuando necesito aliento, cuando quiero sentir que es posible sentir placer al leer.
Sus frases, sacadas de una novela, de un reportaje, de un cuento, son inconfundibles, su carpintería era enormemente eficaz. No solo inventó Macondo, un pueblo donde podía suceder cualquier cosa, también inventó una estructura, un género musical extremadamente exitoso para hacer frases en cuyo contenido podía también suceder cualquier cosa; y que legó a la posteridad como una herramienta universal y, también, como una trampa para ingenuos. Basta encontrar una frase con su marca inconfundible para saber que el escritor que la usó sufre de un gusto dudoso o de alguna cojera grave.
Hay ejemplos sobrados en el periodismo cubano de esto. Porque, más por desgracia que por suerte, algunos de los pocos libros que se han leído una parte importante de nuestros periodistas han sido los suyos, y los de Isabel Allende. Se repite hasta el cansancio la frase: Joseito nunca imaginó que tres años después de recibir aquella hectárea repleta de marabú, se convertiría en mayor productor de leche de Camagüey. Es una perla. Incluso la peor frase que he encontrado (se trata de mí) en Vargas Llosa es aquella con que comienza La guerra del fin del mundo, uno de sus mejores libros: “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”. Y todo esto, por supuesto, es el monumento que dejó el genial colombiano, que ahora también desde donde esté seguirá, digámoslo de este modo: destruyendo todo lo que entre en su zona marcada.
No sucede así en todos los campos, el beisbol, por ejemplo y a propósito de estos días de beisbol, es diferente a la literatura. Cuando Gabriel Pierre estaba en la espuma de la ola se topó con una pared: no podía cubrir la tercera base del Cuba porque tendría que sentar al brillante Omar Linares. Sostengo desde aquel tiempo -en que Santiago era la Planadora y un equipo Olímpico en sí-, que si Linares se hubiese lesionado Pierre podría haberlo sustituido sin que se hubiese notado el hueco. La conga de aquellos días, la conga que fue incluso a las Olimpiadas fue: “Pierre camina eso”. Pierre fue un gran pelotero que por un cruce de ejes del destino se malogró. Triste y hermoso (y ahora mismo estoy muy emocionado). Bueno, en literatura esto es imposible. Nadie puede sentar a un gran autor. Un autor total como García Márquez, marca su terreno, y ese terreno le pertenecerá solo a él hasta que le llegue la hora a la humanidad, o hasta que se le olvide cien años después (creo que no será el caso).
García Márquez es a la literatura lo que Tarantino es al cine, no puedes meterte en su carril. Es embarrarte de mierda. Hay mucha gente embarrada de mierda por ahí. Hay autores que embarran: Borges, Bukowski, Bolaño, pero hay otros que no embarran, como Cortázar, quiero decir que cuando tocas su mierda esa mierda, que es demasiado especial, no se te pega en las manos, pero este es otro tema. Es un arte difícil salir limpio de un gran autor. Literatura y cine se diferencian del beisbol y del deporte en general seguramente porque el deporte es de naturaleza estadística, cuantitativa; no es el caso de la literatura y el arte en general que es cualitativo.
Son imbatibles los autores que logran aprehender la esencia, el código fuente de la cultura popular. García Márquez conocía cuando un texto comenzaba a morir, e intuía qué habría que hacer para levantar nuevamente la atención. Pero llevaba esa pelea desde lo básico, la construcción de la frase, hasta la construcción del argumento y las peripecias. Quizá por eso las películas sobre sus libros siempre fueron películas menores comparadas con aquellos, porque en su caso se trata de una pelea total, un todo musical. Un plano audiovisual de una película garciamarquiana debe ser tan divertido como una frase garciamarquiana. Una escena tiene varios planos, y una película cientos, casi miles de planos. Cada uno de ellos debe ser divertido, para que el resultado final sea algo garciamarquiano. Nunca he visto eso en el cine.
Esa eficacia universal de sus frases, de su universo, son una prueba más de que existe un solo lenguaje universal, como existen idiomas, y que para comunicar con eficacia una idea el escritor debe conocer o comprender esa clave, esa estructura convencional, esa caligrafía. La estructura aristotélica de una puesta en escena es también una caligrafía. Si no la usas, si la violas, el lector no la pilla. No la comprende. Muchos autores se atreven a querer subvertir esas reglas a veces por ética, una ética realista, pero de ser violada esta convención, puede volver difícil y ajeno el texto en que debe reconocerse el lector. Yo creo que el problema es erótico, el problema está en la erótica del aprendizaje, en la noción de merecimiento. Se cree que comprender la hechura de esta caligrafía, es decir, comprender esa eficacia, es fácil, es barata. Y no lo es.
El garciamarquismo marcó mi primer acercamiento a la literatura y al periodismo. Y ya basta, estaba harto de él. Incluso allí, en el Cine Riviera, viendo Nueve vidas, la película de su hijo Rodrigo García lo olvidé. ¡Se me olvidó que el gran Maestro de mi adolescencia estaba mirando una película conmigo! Y terminé pensando que su hijo, totalmente minimalista, lo había superado. Casi al final del filme hubo un apagón que interrumpió la función, estaba oscuro y suspendieron. Cuando abrieron la puerta de salida, recordé que el maestro estaba allí, en mi mismo cine. Alcé el cuello y pude ver que ya no estaba en la butaca que ocupó, tampoco Mercedes. Entonces me di cuenta de algo simple, y sobre lo que sigo volviendo constantemente, el problema es que uno se va convirtiendo en otra persona a medida que pasa el tiempo.
Un autor no está obligado a amar a sus lectores. Su acto de amor comienza y termina en la obra que realizó. Por eso es inútil gritarle Maestro, o estrecharle la mano con fuerza o sentir algún tipo de veneración hacia él. De la misma manera un lector no debe sentir veneración hacia un hombre que escribe libros. Su acto de amor comienza y termina en el libro que escribió. Ambos deben dejarse en paz mutuamente.