Revista Literatura

Gaspar

Publicado el 22 enero 2012 por Netomancia @netomancia
Las promesas, vaya tema ese para Gaspar. Las promesas y la que te parió, solía decir en voz alta mientras caminaba por las veredas del barrio hablando solo, como era su costumbre.
Los más chicos detenían sus juegos para verlo pasar y paraban las orejas para escuchar que nuevos improperios lanzaba al aire. Algunos le daban más de sesenta años, otros aventuraban que era mucho más joven pero que la vida le había jugado una mala broma.
En cambio, los adultos lo ignoraban. Se cuidaban, eso si, de no entorpecerle el paso, porque Gaspar no miraba por donde caminaba y si tenía alguien delante, lo atropellaba sin excusas para luego ponerse a rezongar por eso mismo.
Cuando alguien ajeno del barrio, de visita allí por razones diversas, se percataba de Gaspar era lógico que preguntara ¿y éste loco quién es?. Era el loco, el personaje diferente, el que rompía la monotonía de las calles, de las casas todas iguales, de la rutina de los mandados por la mañana, las siestas por la tarde y el andar cansino de las nochecitas.
Dormía en la plaza, cuando el placero se lo permitía, que era casi siempre. Las noches de invierno también, pero bajo el refugio de un sauce y varias mantas que le alcanzaban algunos vecinos piadosos. Comía gracias a las ofrendas de comerciantes generosos y se bañaba de vez en cuando, siempre que la fuente de la plaza tuviera agua.
Y a pesar de ese afecto mudo, de esa presencia aceptada por el barrio, que solo mostraba su peor faceta cuando lo ignoraban mientras caminaba, como si el hecho que el hombre se mezclara con la sociedad fuese malo, Gaspar no sabía de agradecimientos.
Nunca un gracias, un Dios se lo pague, nada de nada. Recibía y nada más. Si era comida, la comía. Si era abrigo, lo guardaba hasta usarlo. Si era ropa y la suya apestaba, se la ponía en ese momento. Pero sin gracias de por medio.
Solo hablaba al caminar, casi siempre en voz alta. Y la mayor parte de las veces se lo oía despotricar contra las promesas. El "que te parió" despertaba risas, pero no parecía importarle demasiado, porque jamás se detenía a ver de donde provenían. Y lo más probable, como decían algunos, era que quizá ni escuchara que alguien se reía de él.
Gaspar y sus promesas, yendo y viniendo a lo largo del día, recorriendo cada vereda, pasando cerca de todos los vecinos. Sin saludar, sin dar gracias, sin nada más que lo que llevaba puesto y sus palabras sin sentido. Eso era Gaspar, eso y los años encima, su historia desconocida, su pasado infranqueable.
Y solo por eso, por ese entendimiento tácito de esa vida cruel, es que los vecinos lo aceptaban. ¿Cuáles eran las promesas? ¿Algún amor no correspondido? ¿Un empleo que nunca llegó? ¿Algo que políticos de turno no le dieron?
¿Acaso importa? ¿Acaso queremos saberlo? ¿Cambiaría algo para Gaspar de ser así?
No, al barrio no le interesa y está bien. Cada uno sabe de promesas, cada uno tiene sus problemas y camina las mismas veredas, salvo que las palabras van por dentro y el despotricar sirve de poco, más cuando los dados ya han caído sobre la mesa.
Se escucha a veces un suave cuchicheo, unas risas y nada más. Gaspar sigue siendo el loco del barrio y para todos es suficiente.
- Ojo, ahí viene - le advierte la señora de rojo a su amiga.
- Si, me corro, no vaya a ser que se enoje.
Escuchan al pasar el "promesas y la que te parió" y se miran sonriendo. A lo lejos el viejo dobla la esquina. Ha dejado cierto olor a su paso.
- ¡Cuarenta y tres! - llama el verdulero.
- Es el mío - dice la señora de rojo.
Y la vida sigue ocurriendo, así, sin más.

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