Los pozos hacia arriba nos dejaron el pelo mojado. Las nubes dejaron caer sus lápices sobre la tarde y salieron corriendo a cobijarse. También los perros y el sol. El viento descompuesto. Todos menos tú que permaneciste altiva frente al sirimiri, abiertos la boca y los brazos. Y tras el parpadeo todo pareció más limpio. Después se instauró el silencio como una ley, como una losa de culpa o de perdón caída a nuestros pies y la humedad que aún resbalaba por tu rostro empezó a dibujar otras formas de huir nuevas y desconocidas.