Cuando la conocí lo primero que me pregunté fue si le habían puesto Gilda porque al nacer ya tenía la cabeza en llamas, o si maniática y frenéticamente embadurnaba y teñía su melena de rojo para sobrellevar con garbo el peso de su nombre. Nunca me animé a preguntarle si era natural o no, y nunca me pude dar cuenta. No era linda, pero el secreto era observarla en detalle, detenerse en las particularidades que, al menos para mí, la hacían irresistiblemente atractiva. Tenía rulos, pero los llamaba bucles, y los días de mucho sol se volvían tornasolados. A veces se le daba por plancharse el pelo y sentirse una chica sexy; esos días para mí eran los mejores, Gilda era un cascabel que jugaba y reía tratando de seducir a todos, incluso a mí. Se sentaba a mi lado y me tocaba el brazo con la yema de los dedos estrangulados por anillos de plata, me miraba la frente, me miraba la boca, sus ojos enormes me recorrían la cara y en ocasiones, mientras me hablaba de sus últimos poemas, los dejaba quietos, clavados en el medio de mi pecho. De los poemas no puedo decir nada. Los leía sin entenderlos, y sin espíritu crítico. Los leía porque ella quería que los leyera. No yo especialmente, quería que alguien los leyera, y mejor en voz alta, mejor en compañía. Gilda pensaba que de esa forma se convertía en algo más que letras desparramadas y una roja cabellera; se sentía más pura y menos triste que todas las veces que sus palabras morían en silencio. Yo siempre quise morir en una de sus palabras.
Las razones de por qué nos tortura el recuerdo de las mujeres que nos fueron esquivas son insondables, pero preferimos revolcarnos cómodamente en ese lodo antes que arrastrarnos por el salitral que contiene las respuestas al por qué nunca nos pertenecieron. ¿Pensarán ellas en nosotros de la misma manera? ¿Existiré en un rincón de la memoria de Gilda?. Ojalá que no. No quiero ser una mosca de verano. Ojalá no pueda verme ahora. Ojalá las tejedoras hayan deshecho los puntos del crochet de nuestra historia y vuelvan a armarla según nos convenga. Ojalá que los clavos nos duelan menos; y ojalá que todas las palabras que se me fueron con ella vuelvan un día como hijos pródigos para que pueda escribir, como antes, historias que no la nombran.
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