El invierno en esta ciudad posee una crudeza especial y limpia. Hay algo puro en el frío de Granada que hace que duelan la piel y los oídos, los dientes incluso. Los huesos, en cambio, se salvan por suerte ya que no se dan las condiciones de humedad necesarias para que el agua -ese magnífico vehículo- ejerza su fuerza sobre nuestros esqueletos permitiendo llegar al dolor un poco más adentro. Camino por las calles a paso ligero. Esta tarde he de ir la ginecólogo. Sí. Aunque gracias a, no me va a pasar revista ni nada parecido. Esta tarde voy de acompañante simplemente. Me gusta acompañar a veces. Sobretodo si es a ella. Llegamos al edificio donde el facultativo tiene su consulta. Uno de esos edificios viejos del centro de la ciudad. Bien colocado, reformado en la medida de lo posible, aunque como a una de esas señoras que se pintan y se estiran la cara y se sobremaquillan, se les ve al reírse las escondidas grietas circundando sus ojos, el cuello o -si se va más allá- las rodillas. Entramos y pasamos a la sala de espera. Una sala pequeña con sillones muy serios negros y grises a ambos lados de la habitación y una mesa baja en el medio en donde hay dos pilas de revistas: una con lecturas enfocadas “para mujeres”, y otra con números muy viejos del suplemento “El Cultural”. A la sala llega también una pareja de unos cincuenta y tantos años ella y sesenta y pico él. Gorda ella y escuálido él. Fantaseo un poco con el trabajo del médico que habrá de ver e inspeccionar la vagina de mi acompañante y la de esa mujer, las dos seguidas. Dos vaginas, a buen seguro, menos diferentes en su aspecto que en la idea que desde fuera se pueda tener, probablemente. Pero será el Doctor el que las vea las dos. Una, la que conozco, antes. Y otra, la que imagino, después. El acompañante de la otra paciente se está quedando dormido al calorcito de la calefacción y la tranquilidad reinante. Suena, como no, música clásica por los altavoces. Ella, mi acompañante, envía un correo a través de su móvil y yo me entretengo con el decorado. Pequeños dibujos en cuadros de 15×20 centímetros, todos con mujeres desnudas en diferentes acciones: bañándose, corriendo por el campo, recostadas en un sofá… se ve que daba igual a la hora de elegir, que lo importante era que no llevasen ropa. Ni siquiera siguen una línea artística definida, no. Unas son acuarelas a trazo grueso y otros dibujos finos a carboncillo cada uno de su padre y de su madre. Muchas, la mayoría están vueltas de espalda, mostrando esa parte tan llamativa de las mujeres y supongo que de los hombres también, el culo. Sólo hay una con bragas aunque son transparentes. Ese hecho me trae a la memoria al gran John Kacere, pintor americano hiperrealista al que le dio por pintar culos y más culos todos o casi todos con bragas. Tres hurras por Kacere. Pienso: Vivan los culos, sí. En ese momento entra una señorita con bata blanca que nombra a mi acompañante. Nuestro turno. Pasamos al despacho del especialista. Una gran habitación aproximadamente el doble de grande que la de espera con muebles de época y un montón de libros en cuyos dorsos se pueden leer palabras como intrauterino o endometrio. Nos damos la mano al saludar. Yo, la mía, inculta y con poco mundo en labores vaginales. Él, la suya, una mano vigorosa y curtida que ha recorrido, por su edad y a buen seguro, miles de vaginas de todo tipo, aspecto y color. Pienso que debe ser cruel no conservar ningún secreto de esa parte de la mujer. Sabérsela de memoria, conocer su anatomía y funcionamiento como un relojero sus piezas. Llegar del trabajo, de ver quince o veinte coños y encontarte a tu mujer pidiendo guerra… Al momento ella desaparece y pasa a otra habitación, a la habitación. Nos quedamos el tipo de los dedos mágicos y yo. Él escribe y yo miro sus paredes. Más mujeres desnudas y más culos. Definitivamente el tío es un enfermo. Aunque es cierto que también los médicos dentistas acostumbran a distraer a sus pacientes con imágenes de muelas y utensilios de la actividad. Finalmente el tipo se levanta y se encamina hacia la habitación mostrando un ardar parsimonioso y casi diría que amanerado. Sus brazos caen con desgana hacia el suelo, largos y lánguidos, como buscando agua, la cabeza gacha y una extraña armonía al echar los pasos que le acompaña. Realmente prodigioso. Y dice mientras camina: “Vamos a ver qué tenemos por aquí”. Eso me lo dice a mí y a nadie más porque estamos los dos solos. Lo que me puede querer decir es: “Vamos a ver qué me traes” o… podría ser la frase que dijera yo antes de abrir un regalo. Así me quedo sólo en el despacho del ginecólogo. Es rara la sensación de estar sentado en una habitación tan grande y desconocida, vacía, en silencio, mientras un tipo que sólo tiene cuadros de tías en pelotas y culos y más culos en las habitaciones, está en la habitación de al lado con mi mujer despatarrada. Repito. Es rara. Y no quiero ahondar más en el tema. Es rara y punto. Me entretengo con uno de los cuadros en concreto, éste más grande que todos los demás. Se trata de una señora, para variar, desnuda, pero éste tiene un toque surrealista que se agradece entre tanto igual porque aparece en escena un signo de interrogación a la altura del coño. Un gran signo de interrogación final de color negro. Muy negro. Un negro abismal. Gutural. Eterno y trascendental. Un negro que parece absorber la blancura de la piel de la mujer. Me levanto para intentar descubrir algo más sobre ese lienzo pero sale él con su paso de ganso moviendo los brazos con una cadencia que enervaría al mismísimo hombre-horchata. “Pues ya hemos terminado”, dice. Y al ratito sale ella muy sonriente porque todo está bien. Nos despedimos. Adiós. Adiós. Que te den. Igualmente. Feliz Navidad.