Hay momentos en los que agradezco a la vida, a la suerte, a Dios, a las fuerzas de la naturaleza a quien sea, que me pusieron en el camino de mi esposa y no en el de una vieja pendeja.
Y no quiero ofender a nadie. Quizás la inteligencia es un asunto de percepción y estoy de acuerdo en que yo a muchos les pareceré un reverendo idiota y a otros no tanto...
Pero al menos mi felicidad está directamente ligada sí a los problemas y conflictos que tengo con ella, pero sobre todo a los buenos momentos que paso gracias a esas largas pláticas acerca de estupideces que, a la luz de la charla, cobran relevancia vital. Y sí, con mi inteligencia, poca o mucha, pero suficiente para hacerme consciente de esto, me trae mucha felicidad.
No es difícil imaginarlo. Todos tenemos un amigo o una amiga con quien un papel de baño tirado en medio del suelo es un tema con tintes filosóficos. Y el sentimiento de satisfacción por sacarle algo interesante a algo tan banal no deja de ser casi orgásmico.
Ya no digamos de temas de veras importantes. De las charlas o discusiones que se alargan por horas y con intensidades cercanas al desencuentro, se obtienen muchas preguntas y respuestas siempre abiertas.
Cada que eso pasa doy gracias a Dios por haberme puesto en el camino de una mujer no sólo intensamente bella, sino incalculablemente lúcida, original y creativa.
Y lo mejor es que yo fui lo suficientemente hábil para hacerle creer que soy un tipo sano...
Hay momentos de veras buenos en este flujo de horas y días que es la vida y que vale la pena no sólo registrar, sino recordar y conmemorar.