Hay frases, situaciones, personas que se quedan grabadas y permanecen en la memoria por tiempo indefinido, por una vida. Eso me pasó contigo hace ahora casi doce años cuando aquel veintitantos de noviembre de dos mil seis nos vimos en el aeropuerto de Punta Cana por primera vez. Me recibió Catia, ¿te acuerdas?, habías venido a buscarme con una furgoneta porque por aquel entonces sólo había un coche de empresa podrido que no hubiera aguantado el trayecto de ida y vuelta al aeropuerto. Viniste como acostumbrabas, camisa de cuadros de manga larga con gemelos, pantalón de traje y zapatos lustrados, aunque tuviste la deferencia de quitarte la corbata. Recuerdo que hablaste poco, yo llegaba con una mochila con más miedos que ropa y tú te dedicaste a estudiarme todo el camino. Era tarde y me quejé por no haber llegado de día para ver el paisaje que recorría la furgoneta por una carretera serpenteante llena de huecos, autobuses, coches, motos con tres y cuatro personas, camiones sin luces, chatarras varias (muchas) y calor. “Mejor”, me respondiste con tu acento chileno españolizado (creo que a propósito). No sabes cuántas veces he repetido tu “mejor” a los que he recogido en el aeropuerto y que se han quejado de la oscuridad como hice yo entonces. Incluso esa forma de quedar como un conocedor del terreno con una sola palabra te debo.
Llegamos al hotel y fuimos directos al comedor. Sabías que si me llevabas a ver la habitación que ocuparía se me quitaría el hambre. Yo comí mucho, de todo, midiéndome para no hacer el ridículo, pero quién iba a desperdiciar un bufet como aquel. Tú apenas comiste un trozo de carne y pediste una cerveza, no sin antes advertirme que el personal de uniforme no podía beber cerveza, y que de nuestro cargo hacia abajo, tampoco. Me acompañaste después al lobby a tomar un café, capuccino tomabas siempre “con mucha canela”, y después a la zona de habitaciones de personal. Me hiciste saber que la tuya, mucho más grande y de dos pisos, sería mía cuando tú te fueras, pero que hasta entonces tendría una más pequeña.
En la mañana me esperaste y me llevaste a la oficina en un Toyota de los Picapiedra porque desde el asiento del acompañante se veía el suelo… Llegamos y me presentaste a todo el mundo, mujeres casi todas y con las que he compartido más de una década con la mayoría de ellas. ¡Cómo te querían!
A las diez bajamos a tomar un café y un capuccino y seguimos con el entrenamiento que duró un mes, aunque recuerdo que cuando apenas llevaba una semana llamaste a la central para decir que no había nada que enseñarme porque ya lo sabía hacer todo, qué zorro eras, ¡tú lo que querías era largarte lo más pronto posible! Pero cuando llegó el día lloramos porque habíamos compartido un mes entero de enseñanzas y confesiones. Dos hombres solos hablan mucho cuando saben que no se volverán a ver.
Me hablaste de tu padre y de sus dos familias, de lo duro que fue para ti descubrir eso, y me confesaste tu dolor por estar viviendo algo parecido. ¿Te acuerdas? Ella se llamaba Daniela, aunque no estoy muy seguro, y era una chica preciosa. Entonces pensé que era tu mujer, pero en ese mes comprendí que allende había otra familia esperándote, la tuya, la que sabías que debías amar y que ya no amabas. Tu corazón se había enamorado de otra persona y la sombra de tu padre flotaba como el cuervo de Poe. Hablamos mucho, estoy seguro de que lo recuerdas, y creo que te hizo bien. Yo también venía de una época muy difícil cargada de remordimientos en cada costura de mi piel, pero la charla nos hizo libres.
Te fuiste a Europa a poner en orden tu vida y yo ocupé tu vacante, lo mejor que me ha pasado en toda mi experiencia laboral. ¡No sabes cuántas veces he dado gracias a la providencia por esa situación!, pero no se quedó ahí la relación. Te llamaba por Skype cuando aún no se había inventado el Whatsapp y me decías que habías pasado de ser el señor Rodrigo a ser “eh tú, chileno”, y nos reíamos. Siempre me llamabas señor Jordi.
Un día enfrentaste la vida de nuevo y volviste al Caribe, pero para mi desgracia no a Dominicana sino a México. Me alegré tanto…, y allí encontraste un buen trabajo en otra multinacional. No sé si te acordarás de una vez que te pregunté si habría alguna vacante para mí, y me dijiste que me ayudarías. Estoy seguro de que así fue, porque nunca me avisaste y me quedé en el mejor sitio del mundo, el que aún tengo desde que te sustituí. De hecho todavía estamos casi todos aquí, las chicas y yo. Sabes que una de ellas, una muy especial, se casó con mi amigo y se fue a vivir a Cataluña, pero las demás casi todas están conmigo, aunque ahora nos hemos hecho tan grandes que nada es como antes…
Y después supe que la compañía esa que te había dado trabajo en México quebró y pasaste un mal rato, que al final acabó medio bien porque volviste con nosotros, el mismo Rodrigo en el mismo puesto, en otro país, sí, pero con nosotros. Ya podíamos hablar de más cosas, de trabajo, reírnos de anécdotas comunes, y un día me lo dijiste, te habías enamorado de nuevo, pero esta vez de verdad ante mi escepticismo, con todo el corazón, con “la definitiva” me dijiste, y para que me convenciera de ello viniste a vernos, tu mujer, su hija, que era tuya, y tú, una familia feliz que exhalaba amor y cofradía en cada gesto, en cada palabra. Nos alegramos tanto, mi querido Rodrigo, nos pusimos tan felices de saber que por fin las sombras de tu vida pasada se habían fundido ante la luz de aquella mexicana que te había robado el corazón. Brindamos varias veces en tu honor, y mucho más aún cuando un día me enviaste la foto de una ecografía para decirme que ¡serías padre! “No me jodas” te dije, “ya estás viejo para eso”, y reímos. Luego nació tu bebé, vuestro hijo, y volvimos a bromear cuando le pusiste ese nombre. Nos enviaste una foto que guardo en el alma, tú al lado de un bebé recién nacido al que besabas con ternura, su piel por estrenar junto a la tuya ajada por cincuenta años, llevabas un gorrito verde de esos de quirófano y ojeras, pero una sonrisa y una felicidad extremas en aquella foto. ¡Qué viejo te veías, jajaja, pero qué feliz!
Y anoche, mi querido, todo eso se truncó porque un hijo de puta entró a robar, o a buscar razones, o ves a saber qué, y te mató. Un hijo de perra te apuñaló arrancándote la vida y dejando una familia rota y a un montón de amigos con el alma empequeñecida. ¿Cómo ha podido hacer eso alguien? ¿Dónde están todos los putos dioses que dicen protegernos? ¿Por qué tu alma dejó de rebosar felicidad y tu cuerpo de desbordó en borbotones de sangre violada? ¿Dónde está la justicia?
No sé si alguna vez llegué a dedicarte alguna de mis novelas, me decías que era un orgullo para ti poder presumir de un amigo escritor, y yo me reía y te recordaba las miserias de tu amigo escritor, pero tú presumías y le decías a la gente que tenías un amigo escritor con aquella sensación de estar siempre por encima del bien y del mal, pero mi compadre, yo sí que he presumido siempre de ti, de tus palabras, de tener un amigo que sacó una partida de nacimiento desde el ordenador dejándome con la boca abierta, que tenía unas ganas de vivir que se comían a cualquiera, que todo lo sabía, que vestía como un puto dandy, que a la mayoría gustaba y a los que no, le importaba un pimiento. No tengo otra forma, mi querido Rodrigo, de honrar tu memoria que escribir estas líneas para decirte que estoy devastado, que aún guardo la foto de los dos con los tiquetes aéreos de Air Europa, el mío de llegada y el tuyo de salida, que sigo haciendo los asientos como me enseñaste, poniendo los números y los sellos como tú me dijiste, archivando los correos como tú hacías, y fijando cada paso con la prudencia que tú me inculcaste. Te echo de menos y ni siquiera soy capaz de hacerme a la idea que no te volveré a ver.
No soy persona de venganzas, pero ojalá la vida destroce al que te la quitó aunque eso no arregle nada. Cuenta conmigo, mi querido, avísame de lo que sea, no rompas el contacto como no lo hemos hecho nunca. Donde antes había un mar que nos separaba, ahora hay algo que no conocemos pero que seguro estás estudiando para encontrar la forma de ser elegante también ahí.
Con todo el dolor de mi alma, te doy las gracias, Rodrigo, por tanto como me diste.
DEP.