La vergüenza se disimula con una peluca a lo Jane Russell. El abandono se esconde tras las enormes gafas de sol, que impiden que ojos extraños escrutinen el interior de su alma, pero que no evitan que otros ojos, los suyos, esos que ya no recuerda su color, se claven en su interior mirando lo que ella es de verdad. Esas gafas son el espejo translúcido de un mundo interior que perdió su fulgor hace tiempo. Completa el disfraz una enorme gabardina estilo Bogey, demasiado llamativa para una mujer. Pero la gran ciudad convierte a este personaje en un insecto anónimo, la diluye como un azucarillo entre toneladas de asfalto y luces de neón. La ciudad es tan grande, y su vida tan extensa, que ningún ojo repara en este pequeño ser que, con las manos caladas en los enormes bolsillos de la gabardina, se encamina con paso firme hacia el edificio Wong. Pasa por delante de un pequeño restaurante abierto a la calle. En él, una muchacha que juguetea con un avión de plástico mira de reojo a un policía que lee el periódico distraído. De repente levanta la mirada y la dirige hacia esa extraña mujer con gabardina, que no encaja en el heterogéneo conjunto de habitantes de la Nueva China. Son los únicos ojos que se posan en ella, sospechosos, como los de buen policía. Esos mismos ojos que son incapaces de darse cuenta que la muchacha que acuna el avión está perdidamente enamorada de él.
La mujer no se detiene, ha pasado demasiado como para pararse ante un desconocido, y menos un policía. Sería fatal que descubriera el arma que guarda en el bolsillo, acariciándola con la yema de los dedos. Su paso firme y decidido la lleva hasta el edificio Wong, donde le espera su mercancía. Un trabajo fácil, tan fácil como recoger clandestinamente a veinte inmigrantes vietnamitas, hacinarlos en una furgoneta y dejarlos en el puerto. Así, sin más. No sabe, ni quiere saber que ha pasado con ellos hasta llegar al Wong, y mucho menos saber que pasará después. Tan fácil que sabe que puede ser su último trabajo, el que termine de una vez con esa vida de carnaval y delincuencia.
No piensa en nada mientras conduce hacia el puerto, no oye los lamentos de los ocupantes de la furgoneta, la mayoría mujeres y niños. A estas alturas nada la conmueve, nada hace que tuerza el gesto. Un rincón oscuro y la furgoneta frena, apaga las luces y se detiene. La mujer desciende del vehículo y se marcha, sin mirar atrás. Su trabajo ha terminado.
El siguiente paso es cobrar por el servicio, pues nadie trabaja gratis. El botín está oculto en una valija en la estación de autobuses, la número 2046. Saca la llave del otro bolsillo, no vaya a ser que atasque la pistola y abre la pequeña taquilla. Un maletín pesado, no merece la pena comprobar el contenido, y menos en este momento. El camino a casa es más pesado con la mochila al hombro, pero llega sin sobresaltos, ningún ojo ve en la oscuridad de la noche. Tras descargar el premio en su cama dirige sus pasos al bar de la esquina, el que la ve llegar cada noche para sentarse en el mismo rincón de la barra y fumar sus cigarrillos con boquilla. Con el tabaco y un vaso de whisky en su mano no siente nada, ni frustración, ni remordimientos. Sólo miedo. Miedo a que este día sea el último de esa vida que dejó de serlo la primera vez que mató. Nunca pensó que sería capaz pero no le tembló la mano para apretar el gatillo. Ese yanqui borracho y pendenciero empezaba a saber demasiado, y resultaba peligroso. Le resultó tan fácil matarlo por la espalda, mientras dormía la borrachera, que ahora siente un miedo contínuo por poder acabar como él. Tan absorta está en ese miedo que apenas oye al muchacho que ha comenzado a hablarle no sabe hace cuántos minutos. Durante un tiempo le da conversación, le resulta simpático, y los whiskys hacen que pierda un poco la compostura, y lo que es peor, la distancia. Horas después, completamente borracha, abandona el bar del brazo del desconocido.
A la mañana siguiente se despierta antes que él, escribe una carta fugaz de cobarde despedida, y sale a la calle a saborear la fresca lluvia de la mañana mezclado con los olores de la ciudad. Al entrar en una calle que debió estár cerrada se topa de bruces con cuatro hombres. La miran fijamente, la estaban esperando. Es el problema de no estar sola en este negocio, piensa. Lo único que le da tiempo es a sacar la pistola del bolsillo, pero ni ella es Jennifer Jones ni esto es Duelo al Sol. Cuatro manos son más rápidas que una, y las balas no tardan en incrustarse en su cuerpo.
La mujer cae al suelo, sin vida. Por primera vez las gafas de sol abandonan su cara y se rompen contra el asfalto, dejando ver los desorbitados ojos de la muerte. La sangre que mana de sus nuevos orificios se junta con la lluvia y se derrama por la alcantarilla mientras los cuatro hombres abandonan el callejón. En esa alcantarilla se juntarán con una carta arrojada al desagüe en un último desafío a la fortuna. Compañeras de viaje hacia ninguna parte.