Otro kilómetro, y otro. Otra respiración, y una más. Las piernas a toda máquina, el corazón al límite. Cuando deja de correr y se detiene, los latidos de su corazón bombardean sus sienes, la cabeza está a punto de estallar. Las piernas duelen, pero no le disgusta el dolor, lo prefiere. Lo desea. Una tarde más ha completado el ritual. Ha corrido por toda la ciudad, a toda velocidad. Cuando recobra la respiración sus pulmones parecen dos bolsas de agua caliente. Todavía sin resuello marca el número de todos los días, el número del contestador de su propia casa. No tiene mensajes nuevos, contesta una voz aséptica. De nuevo decepción, de nuevo ella no ha llamado. Otro día más en el que ella no volverá. Gira sobre sus talones y se dirige al supermercado.
Durante semanas que ya son meses ha seguido la misma costumbre, la de comprar todas las semanas en el mercado un bote de piña en almíbar, pero no un bote cualquiera. Él busca un bote que caduque el 8 de marzo, el mismo día en el que, un año antes, ella se fue de su vida. Durante meses ha coleccionado en su despensa, perfectamente ordenados, los botes de piña compañeros de caducidad. Piensa que si el próximo 8 de marzo ella no ha vuelto a su lado querrá decir que su amor ha caducado, y será el momento de olvidarla para siempre. Tan racional pero tan difícil de llevar, por eso sale a correr todos los días, como poseído por el diablo, porque cree que si rompe a sudar, su cuerpo se quedará sin líquido, y sin lágrimas que derramar. El bote recién comprado va a la despensa, junto a los otros. Pero es el último bote. Hoy es 7 de marzo.
A la mañana siguiente se despierta un poco antes de lo acostumbrado, recibiendo los lametones mañaneros de su perro, su única compañía. El calendario colgado de la pared no miente, 8 de marzo. Si esta noche ella no ha llamado será el momento de considerar acabado ese amor que ocupó la mejor parte de su vida. Por si acaso, hoy no saldrá a correr. Quiere que si ella vuelve lo encuentre en casa, esperándola.
Pero pasa el día y ella no da señales de vida. Él se desespera por la casa, dando vueltas como una fiera enjaulada. Cuando llega la noche se niega por unos momentos a asumir lo que ha ocurrido. El teléfono no ha sonado, el timbre no ha emitido sonido alguno. Resignado, abre la despensa. Veintitrés botes de piña en almíbar, perfectamente alineados, parecen burlarse de él. No lo harán, piensa, y armado con un abrelatas apuñala al primero de ellos y devora su contenido. Los veintidós restantes correrán el mismo destino durante toda la noche.
Noventa y dos rodajas de piña en almíbar más tarde, nuestro protagonista ve las cosas de otra manera. Ha tenido una visión, o quizá era la sobredosis de azúcar. Ha decidido no lamentarse más por la pena de la aseveración de la pérdida del amor de su vida, y salir a la calle a cambiar las cosas. Decidido, se viste y baja al bar de la esquina. Se acoda en la barra y pide un whisky doble, como los auténticos chicos malos. Después del segundo vaso se crece, y se promete a sí mismo un reto, enamorarse de la primera chica que entre por la puerta.
Y la primera chica que aparece en el oscuro umbral de la entrada presenta un aspecto realmente extraño para lo esperado en ese lugar y a esas horas de la noche. Pasa por detrás de él dejando un rastro de perfume evocador de tiempos mejores. Se sienta al final de la barra, ya parece conocer el sitio. Del bolsillo de una enorme gabardina saca unas cerillas y un paquete de cigarrillos. De no se sabe dónde saca una boquilla, y pide al mismo tiempo un whisky. Él la ve fumando, con esa peluca inenarrable. Jane Russell fumando como Marlene Dietrich. Pero lo que más llama su atención son las gafas de sol que parecen parte de su cara. Decide que es ella la mujer de la que se enamorará, y entabla conversación. Al principio ella se muestra reacia, pero con el tiempo (y con los whiskys) se deja hacer, incluso confiesa que siempre lleva las gafas de sol para que nadie la vea llorar.
Aquella noche dos corazones solitarios se habían encontrado en el peor tugurio imaginable. El hombre que perdió su amor hace un año y la mujer que lo perdió ya no recuerda cuándo, si es que alguna vez lo tuvo. Al poco tiempo de llegar a casa de él, ella se queda profundamente dormida en su cama. El chico no se atreve ni siquiera a quitarle la gabardina, y se limita a desnudar sus pies liberándolos de la presión de los zapatos. La contempla durante unos segundos y decide que le gustaría que ella estuviera en la misma postura a la mañana siguiente. Cierra los ojos y se sumerge en sueños de almíbar.
Cuando el 9 de marzo despierta, él lo hace sólo, en la cama que ahora sólo cobija un cuerpo, el suyo. A su lado la mujer de la gabardina (nunca supo su nombre) se ha convertido en una carta de despedida cobarde. La suerte se ha reído de él. Lanza la carta al WC y tira de la cadena. Adiós a otro sueño. Mira por la ventana y ve que las nubes anuncian lluvia. Que la lluvia arrase con todo.