Revista Literatura

Había una vez una mulita que vivía en la casa de mi tío. ...

Publicado el 06 noviembre 2010 por Mmechi

Había una vez una mulita que vivía en la casa de mi tío. La había traído del campo en una aventura con jabalíes. Siempre se traía la cabeza de un jabalí que con los primos contemplábamos cuando los grandes desaparecían en mates charlados, y con mucha cautela, por miedo a que todavía estuviera vivo, le movíamos los dientes. Esta vez, el tío además de la cabeza, se había traído una mulita para que conviviera con los perritos y la tortuga en el patio de atrás. Los primos se habían puesto de acuerdo para bautizarla con el nombre de Mulito. Se habían puesto de acuerdo, digo, porque con los perritos no habían llegado a consenso y cada integrante de la familia los llamaba de una manera diferente. Se las ingeniaban para inventar nombres impronunciables para ser los únicos en decirlos. Los perritos respondían como podían a semejante desorden identitario. Y quizás por eso, se comían los peces y eran mordidos por la tortuga en las patitas. Todos le tenían miedo a la tortuga. Se la habían encontrado deambulando por la vereda y la habían adoptado respetando su carácter. Era brava. A pesar de su aparente vulnerabilidad, los antecedentes que se fue forjando lograron que todos le tuviéramos miedo. Nadie la llamaba, por eso no tenía nombre o lo había tenido y de no llamarla, lo olvidamos. Con su trajinar lento y sostenido, lograba pasar a nuestros ojos (y el de los perritos) con el aura de un león solitario. 
En el laboratorio de la escuela, entre pájaros y otros animales, se asomaba la cabeza de una mulita embalsamada con ojos amarillos. No es que yo justo la descubriera, Martín, un chico temerario del grado, la había agarrado una vez para amedrentar a otros tomándola por la cola amenazando como si fuera un bate de béisbol. Desde ese episodio, cada vez que teníamos clase de biología, la miraba con complicidad porque me acordaba, aunque los otros bajito hablaran del feto en un frasco que habían descubierto en la vitrina del pasillo. El feto me daba impresión, se me figuraba como un compañerito que no se había terminado de formar y que por eso había quedado en el frasco, para terminar de crecer. 
El día que fuimos a conocer a Mulito, los primos estaban exaltados y estudiaban todo desde la ventana parados en las sillas y nos colocaron a mi hermano y a mí en la mesada para que observáramos con ellos. El tío había dicho que todavía no era momento para salir al patio, que todos allá se estaban conociendo y no había que interrumpir. “¡Ahí!” gritó el primo grande, “¡Al lado del cantero, donde está la cabeza del jabalí!”. Todos miramos, los primos y mi hermano hacían comentarios sobre el caparazón o la cola látigo. Busqué con los ojos y no vi nada. “¿Dónde? No veo…” dije después de estar segura. “¡Ahí!” me gritaron. “¡Ah! ¡Claro! ¡Qué bárbaro!”. Me daba vergüenza decir que no veía, todos estaban excitados señalando con los dedos. Evocando a la mulita del laboratorio, con las descripciones me lo fui imaginando, animándome incluso a intervenir en la conversación; además sabía que a nadie le interesaba lo que añadiera. Mentí. En ese momento desconocía que mis ojos podían no funcionar, mentía que veía porque con lo que otros decían imaginaba lo que veía, que lo veía.

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Sobre el autor


Mmechi ver su blog

El autor no ha compartido todavía su cuenta El autor no ha compartido todavía su cuenta

Revistas