29 de febrero de 2016
Siempre colgaban de los cables. Viejas, sin número, pesadas.
Sus vecinos eran palomas y boyeros.
Grises, rojas, de tela o de cuero, a veces se mecían y
anunciaban vienen las golondrinas o no son de lluvia esas nubes.
Marcaban un límite. De este lado, las amplias calles del
pueblo; del otro, el monte, sus ramas secas, sus hormigas.
Por las noches miraban trabajar a los eucaliptos. Altos,
lentos, sacaban la luna de la tierra que se volvía blanca entre sus ramas.
Nunca les hicimos caso, aunque nos vieran pasar cada día
hacia la escuela. Estaban allí, siempre. Jamás nadie las reclamaba. Todas
compradas por el olvido.