Dos rayitas rojas. Paralelas. Primero una y luego la otra. Así empieza todo. Entre una y otra un mundo. O dos. Mejor dos. Uno que es y otro que viene. Que será. Uno que soy y que habito y otro que ya no seré yo tal y como me conozco nunca más; otro que me habitará, suplantará y enterrará, el nuevo y supuestamente mejor. Podemos afirmar que el hilo conductor efectivamente conduce. Y que era verdad aquello que decía Tesla del electromagnetismo… que así empieza todo… bueno, a decir verdad, el verdadero principio habría que buscarlo un poco antes, en un fogonazo, en un arrebato -qué bonita palabra, palabra animal donde las haya-. Arrebato. Sí, tal vez ése podría ser un principio más adecuado, más científico… el big bang por así decirlo. Nuestro pequeño estallido. Pero hay más. Muchos más y más antiguos y más importantes. Porque todos los inicios son más importantes que lo sucesivo aunque las consecuencias nos terminen por vencer y la modernidad por imponerse. Es cuestión de minería. El problema es el trabajo, las fuerzas, la oscuridad y… caminar hacia atrás, que no tiene mucho sentido al fin y al cabo. Hay que intentar imitar al tiempo, que siempre mira hacia delante, que prospera en no ser nunca estatua de sal, mientras nosotros nos empeñamos en poner a prueba nuestras cervicales. En cualquier caso y una vez vencida la vergüenza torera, todo echa a andar. A rodar. A volar. Todo se sucede. Acontece. Como si se hubieran dispuesto las fichas una detrás de otra y una empujara a otra. Y otra a otra. Y así hasta el final de manera imparable. La bola de nieve que cae por la ladera y cada vez se hace más gorda. Y más. Y más hasta el final. Siempre hasta el final. Porque ese es nuestro sino y no otro. El final. Que al fin y al cabo es lo mismo que decir empezar visto de otro modo. Aunque yo me vaya diluyendo incesantemente, gota a gota, en el mar antiguo de la memoria sin llegar a saber nunca dónde perdimos el rastro o quién diablos borró las huellas
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