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Haití

Publicado el 15 enero 2010 por Javierm

Lo único que soy capaz de escribir lo he copiado de alguien a quien se le ocurrió antes. Con el escepticismo en el cuerpo, hace mucho que dejé de creer en conferencias de donantes y demás zarandajas que sirven para una foto y si te he visto no me acuerdo. Haití no es el nombre de un banco ni un paraíso fiscal, por lo que ya pueden darse por jodidos en cuanto las cadenas televisivas dejen de enfocar y por aquí comencemos a discutir sobre si es necesario mostrar la pila de muertos en una plaza o cómo una excavadora los apila. Cinco días quedan para que iniciemos ese debate y olvidemos a las víctimas.

Llámenme derrotista si quieren, pero hagan memoria de cuando fue la última vez que oyó hablar de Haití antes del martes. Ha tenido que ser un terremoto el que nos descubriera que, como Teruel, Haití también existe. A Haití le ha rematado un sismo, pero la pobreza le tenía en la antesala del infierno de Dante.

La maldición blanca

Los esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas.

Pero Haití fue, desde el pique, un país arrasado. En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a la tercera parte de la población.

El nacimiento de la independencia y la muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables para los blancos dueños del mundo.

Dieciocho generales de Napoleón habían sido enterrados en la isla rebelde. La nueva nación, parida en sangre, nació condenada al bloqueo y a la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.

Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.

Nadie más la reconoció. Tampoco la Gran Colombia de Simón Bolívar, aunque él le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Después, cuando Bolívar triunfó en su guerra de independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las nuevas naciones americanas.

Haití siguió siendo la leprosa de las Américas.

Thomas Jefferson había advertido, desde el principio, que había que confinar la peste en esa isla, porque de allí provenía el mal ejemplo.

La peste, el mal ejemplo: desobediencia, caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas. En Brasil, esa fiebre se llamaba haitianismo.

Eduardo Galeano. Espejos

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