Un tal Harold Hackett, que vive en la isla del Príncipe Eduardo, la provincia más pequeña de Canadá, se ha dedicado a escribir mensajes en una botella, estudiar los vientos y las corrientes marinas, y lanzarlas al mar, asegurándose de que tengan un prolongado viaje. Ha hecho esto cuatro mil ochocientas setenta y una veces, y, sorprendentemente, ha obtenido respuesta en tres mil cien casos, es decir, siete de cada diez veces, más o menos. El Sr. Hackett no tiene ordenador, y toda la referencia que deja en su mensaje a ninguna parte, es una dirección postal, nada de móviles, o celulares, como les dicen en otros pagos, o de correos electrónicos. Harold tiene regalos, fotografías y fue visitado por los receptores inesperados de sus misivas.
Será más o menos romántico eso de responder a una carta contenida en la botella que un día encontramos paseando por la playa, pero lo realmente evidente es que la mayor parte de la población es buena, y busca compañía, encontrándola donde menos se lo espera. De otro modo, nadie hubiese respondido a quien se le ocurre enviar mensajes en botellas que atraviesan el Atlántico. No es despreciable del todo la naturaleza humana y ello me hace recuperar parte de la fe que tenía perdida, en nuestra especie; estoy seguro de que las noticias políticas, de uno y otro signo, y nuestros servidores públicos, con sus palabras huecas y una corrupción generalizada, son los responsables del desencanto que tenemos muchos de nosotros. Harold Hackett, desde Canadá, nos recuerda con sus mensajes embotellados que todavía hay quien vive sin otro interés que el hacer llegar la noticia de su existencia a otro congénere allende los mares, y eso es mucho más reconfortante que las elecciones venideras. Yo lo votaría.