Este pasado 23 de mayo de 2020, aproximadamente sobre las nueve de la mañana, mi Grandullón, mi pastor belga, mi compañero y amigo murió después de vivir intensamente su vida, con una gran dosis de cariño y cuidados, a causa de una parada cardíaca.
Se murió de vejez: tenía 13 años y seis meses. Padecía de una infección en el oído que le costaba curarse y que nuevamente se infectaba, para volverla a cuidar de ella. Además, ya hacía con cinco años o quizás más, que padecía de artrosis en sus patas traseras, condición ésta que le dificultaba enormemente mantenerse sentado y terminaba siempre con un gran suspiro, acostándose para dejar de sentir dolor, a pesar de seguir una medicación específica y de por vida, para esta enfermedad. Pero, aparte de estas dos dolencias de las que ningún perro moriría por ellas, fue la vejez, el cansancio, la agonía por caminar y mucho menos correr, y por supuesto, su incipiente demencia senil que lo traicionaba haciéndose sus deposiciones en su propia cama, porque no recordaba cómo se iba a la arboleda que hay junto al huerto en el que trabajaba su "compañero y amigo" de estos casi dos últimos años de vida. Anteriormente, había vivido conmigo y con sus otros dos iguales: con mi encantadora caniche "Chikita" y con el hijo de ésta mi zalamero y maravilloso, Popy.
Agradezco a la Vida que hiciera posible que yo me pudiese haber encontrado con la mamá de Rofe y y al saber que estaba embarazada, le rogué a su dueña que me diese uno y así lo hizo; y así, Rofe llegó a formar parte de mi vida, de lo cual estoy enormemente agradecida a la Vida para siempre. También le agradezco a la Vida que no lo hiciera sufrir como lo está haciendo mi viejita Chikita y que su muerte fuera en paz.
Y la Vida me regaló el mayor de los presentes: poder vivir, una gran parte de mi vida, con este noble, fiel y leal animal, además de magnífico, maravilloso, tierno, atento, inteligente, sagaz (aunque éste adjetivo sea más propio de personas y no de animales, pero Rofe lo hizo suyo) cariñoso, peludo muy peludo, defensor de su familia y de los niños, astuto cazador que terminaba con su presa, no a mordiscos, sino con metérsela en la boca, lanzarlo cual pelota y volver a cogerlo, es decir, de puro agotamiento Y cuando ya había fallecido su presa y se había divertido todo lo que quisiera con ella, venía hacia mi y me la depositaba, a modo de ofrenda su presa, "más que muerta ya". Y entonces yo se lo agradecía acariciándolo, haciéndole saber que "lo has hecho muy bien, campeón; vamos a por tu recompensa" (que podía ser desde una galletita para perros, a una de esas golosinas preparadas para morder y que su dentadura se fortaleciera, o bien, darle un buen trozo de pan duro (¡qué le chiflaba!) para comérselo hasta hartarse y luego lo enterraba para días después. Creo que el pan duro que se comía cada mañana le hizo mantener una dentadura perfecta, fuerte y blanca como la leche, y todo ello, sin perder ninguna pieza.
Llevo días llorando y pensando en él y en cuanto me hubiera gustado darle el último abrazo a mi Grandullón, a mi amigo Rofe
Este va a ser mi abrazo a mi Grandullón, dejando huella de ello aquí y ahora.
Te quiero mucho Rofe.
¡Hasta siempre, mi Grandullón!