Os voy a contar una historia que, curiosamente, cambió mi forma de ver y entender la mente humana. Y digo curiosa porque me hizo dudar sobre mi trabajo, aquel para el que estudié en la Universidad de Bristol, Inglaterra, durante once años, y del otro tan similar y más sutil. El trabajo al que me refiero es al de psiquiatra, y el otro, como ya os imaginaréis, es el de psicólogo. Ambos trabajos encargados de la mente humana y ambos con académicos que creen saberlo todo de las profundidades más oscuras de aquello que estudian, incluido yo, Diego Escobar, por supuesto. Hasta que ocurrió el motivo por el que me he decidido a contar esto, ya que pienso que he de hacer saber a todo el mundo que no estamos solos aunque no haya nadie físico a nuestro alrededor. No estoy hablando de algo sobrenatural, no estoy hablando de fantasmas, sino de algo mucho más real, tan real, que es lo que nos hace ser lo que somos, al menos en parte. La mente. Este suceso mal calificado como pasajero de mi vida, me hizo pensar en ella, la mente —descolocando y destruyendo todo lo que creía saber y haber aprendido de la experiencia anterior—, como un ser vivo que yace agazapado y acechando en nuestro cuerpo, con la habilidad de poder actuar independientemente cuando le plazca… Así, sin más preámbulos, comienzo esta extraña y reveladora historia con su único protagonista, Francisco (Fran) Gómez, cirujano…
Fran acababa de salir de una larga operación —seis horas y cuarenta y ocho minutos en quirófano— y estaba plenamente agotado, aunque alegre, pues el paciente, que había llegado a urgencias con apenas veinte minutos de que la vida hiciera las maletas y dijera adiós para siempre, se salvó gracias a su gran intervención. El caso había sido una peritonitis bacteriana con perforación de estómago; el desdichado había tenido una jodida mala suerte. La operación no habría sido tan complicada si el estómago no hubiera estado tan reventado como lo estaba (la bacteria, alimentada por el ácido gástrico, había estado a punto de acabar con él), razón por la que tuvieron que actuar con mucho cuidado pero también con la suficiente velocidad para que la vida se retrasara y perdiera el barco. No obstante, la experiencia y control que le llevaron a ser uno de los mejores cirujanos de ese hospital que se había convertido casi en una segunda —o primera— casa para él, le ayudó a cumplir su tarea (la de salvar «Vidas frustradas», como él las llamaba, que decidían fugarse del cuerpo que las contenía), consiguiendo limpiar en profundidad la cavidad abdominal y suturar la perforación con mejor resultado y habilidad que la de un sastre veterano. Por lo tanto, estaba cansado, empapado en sudor y seguramente apestando al sucio olor a cebolla podrida de ese líquido de desecho, sí, pero también orgulloso de su trabajo y complacido por las felicitaciones de sus compañeros de quirófano, quienes uno a uno iban saliendo tras él tocándole el hombro con una sonrisa. Ser cirujano le gustaba, o mejor dicho, le encantaba. Si no fuera así, ¿para qué había dedicado doce años (siete de medicina y cinco de cirugía) de su vida a estudiar la carrera? ¿Para pasarse todo el día colocado, ir a todas las famosas fiestas de universitarios y emborracharse cada dos por tres? No, él no era de esos, es más, ni siquiera fumaba o bebía. Lo segundo solo lo había hecho una vez y fue cuando la guarra de su mujer, la que decía que le quería («¡Y una porra!»), le dejó porque «pasaba mucho tiempo en el hospital y apenas se veían». ¿Esa era razón para abandonar alguien a quién querías? ¿Acaso no se suponía que al querer a alguien y al casarte, al sentir eso e incluir en tu vida diaria a otra persona, lo hacías sabiendo que podía ocurrir cualquier cosa, cualquiera? Si en realidad amas a alguien, no importa que no le veas tanto como querrías, pensaba Fran, lo importante es que, aunque sean unas pocas horas, estás con él, lo abrazas y besas, y no importa porque es la persona con la que creíste que tu corazón iba a desbordarse por los costados del pecho. Un río puede desbordarse un año y al año siguiente vaciarse por completo, pero Fran creía que el amor no era así, a no ser que la otra persona lo vaciase manualmente, y Silvia, su exmujer, le había hecho mucho daño, ya no por el hecho de que le dejara, sino por la horrible revelación que aquello conllevaba: el saber que nunca le había querido de verdad. En cualquier caso, desde la noche en que Silvia le dijo que quería el divorcio y fue al bar de su barrio a intentar perderse en el alcohol, nunca más lo había bebido, le supo asqueroso y lo único que le hizo fue provocarle una espantosa resaca al día siguiente que le mostró su penosa situación de una manera más dura aún. Por lo que sí, su trabajo le gustaba. No entendía a las personas que estudiaban para algo específico y luego, una vez trabajando, deseaban que les llegase la jubilación e irse a su casa lo antes posible. Él, Francis de pequeño, había tenido profesores que cuando veían a un alumno vaguear, le decían: «¿No quieres estar aquí? Yo tampoco, pero es lo que hay». Si no quería estar dando clase, ¡¿por qué demonios estudió para profesor?! Fran rió débilmente al pasillo medio vacío que tenía delante y se llevó una mano a la frente. Se secó el sudor y luego se masajeó los ojos. Dios mío, estaba más exhausto de lo que pensaba, ya ni siquiera controlaba lo que le rondaba por la cabeza. Dio un largo y profundo suspiro y, sacudiendo la cabeza, rozándose el cuello con la mascarilla que colgaba de este, enfiló el blanco corredor hacia su despacho para hacer el informe de la operación. No le parecía lo correcto, pero hoy se había visto obligado a enviar a otro cirujano que intervino en la operación para que hablara con los familiares. Al llegar el final de su turno, dos horas después, rechazó la invitación de salir a cenar de una joven adjunta que realizaba las prácticas bajo su tutoría y que desde que entró por las puertas del hospital, Fran sospechaba que le gustaba. A decir verdad no sabía por qué; él era un hombre con treintaiocho años de edad pero con arrugas prematuras por el constante trabajo y canas a lo George Clooney. Ahora que lo pensaba, tal vez fuera por eso mismo: ¿no les vuelve locas a todas, o a casi todas, las mujeres ese actor? Y ella tenía unos… No lo recordaba bien, pero debía rondar por los veinticuatro o veinticinco. No es que la chica no fuera atractiva con sus almendrados ojos verdes y su cabello negro (una de las mejores combinaciones que Dios había creado, según Fran), pero él ya no se sentía con la energía suficiente como para seguir el ritmo de un cuerpo más joven y engrasado que el suyo. En lugar de cenar con aquella chica, llamada por cierto Diana, decidió comer cualquier sobra de la cena anterior, darse un baño, no una ducha, sino un baño con el agua caliente cubriéndole hasta la barbilla para calmar y relajar sus cansados huesos y músculos, meterse en el catre en calzoncillos, y dormir toda la noche hasta que el irritante timbre del despertador le arrancara de su agradable inconsciencia y le arrastrara de nuevo a su jornada. De camino a casa en su Audi A3 negro, surgió en su cabeza de nuevo su exmujer Silvia. ¿Por qué se había acordado de ella al salir de la operación? ¿Le habría pasado algo? No es que no pensara en ella a menudo (para ser sinceros, pensaba en ella más de lo que le interesaba admitir a pesar de que solo había pasado un año y medio, y no podía decir que no le preocupara esa… obsesión), sin embargo nunca le había ocurrido durante el trabajo. O al menos no tras salir de una operación. Los momentos en los que aparecía en su mente eran en los que no tenía nada que hacer, como ahora, o mientras veía en la tele algún programa aburrido, es decir, en momentos en los que se dejaba espacio en el cerebro para meter toda la mierda. Aunque últimamente también se había sorprendido pensando en ella mientras realizaba un informe o comunicaba a familiares los resultados y estados de los pacientes tratados. Se había negado tanto a reconocer eso, que había olvidado que poco a poco su horrible recuerdo de Silvia se estaba metiendo incluso en su trabajo. Encendió la radio para ver si escuchando música buena conseguía tapar la voz de su exmujer —era curioso cómo al principio le había parecido la más bonita del mundo y cómo actualmente le resultaba chirriante, como el roce de un tenedor en un plato de porcelana— que le decía «Yo no puedo seguir así, Fran. No lo soporto. Esto no funciona», y muchas otras cosas más que odiaba. Tras no encontrar nada en la radio, deslizó un CD del gran rey de la guitarra, B.B. King, por la rendija del reproductor, subió el volumen hasta que se confundiera con el leve ronroneo del motor del coche, y para su alivio, el elegante blues logró silenciarla. Una vez en su casa, un innecesario chalet de dos plantas con piscina y una impresionante vista al casco antiguo de la ciudad, decidió pasar de las sobras e ir directamente a la bañera.Satisfecho, le sorprendió descubrir que no había pensado en Silvia durante el cálido baño. Había estado tan relajado, que su mente, gracias a Dios, le había dado un respiro. Pero sí reapareció, como casi siempre, cuando se acostó. Por suerte, por lo general, se quedaba traspuesto instantes después..., siempre y cuando no sintiera esa terrorífica presencia en su cama que, por un lado, un macabro lado, era un alivio, pues así dejaba de pensar en ella. Aquello no era exactamente una presencia, y solo le había sucedido tres veces en un mes, sino más bien la sensación de que el colchón cedía a sus espaldas, no importaba el lado hacia el que estuviera tumbado, siempre se producía a sus espaldas. Cuando ocurría, a pesar de encontrarse en la edad en la que los huesos comienzan a encoger, se acurrucaba muerto de miedo entre las mantas, como un niño, y se esforzaba por quedarse dormido; no sabía por qué, pero aquello le daba mucho, mucho miedo, más que ninguna otra cosa en el mundo. Luego, a la mañana siguiente, cuando lo recordaba, se sentía completamente ridículo e infantil. Por supuesto que había considerado la posibilidad de que eso tuviera que ver con su… obsesión con Silvia y de que tal vez, todavía, una parte de él quería creer que ella entraba en su casa por las noches y se tumbaba a su lado. Sin embargo, estaba seguro de que no se trataba de ella, pues a menos que hubiera engordado en el año y medio que llevaban sin verse, el colchón no cedería tanto como lo hacía; cada vez que Silvia posaba su esbelto cuerpo en la cama, Fran recordaba que no sentía ni el más ligero hundimiento. No obstante, no le daba demasiada importancia, debido a que tenía un trabajo muy importante que hacer en su día a día, y por lo tanto no lo había hablado con nadie, ¿por qué debería hacerlo? Finalmente se convenció así mismo de que era causado por su estrés y tremendo cansancio, una mala pasada de su fatigada imaginación, por eso, a pesar de tener miedo, intentaba dormirse en vez de encender la luz y averiguar que en realidad no había nadie allí. Además, hacía por lo menos un mes que no lo sentía, que él recordara. Y mal hizo en recordarlo, pues, aunque esa noche no sintió ceder el colchón, a la siguiente sí. Esa horrible sensación reapareció como si la hubiera invocado con sus malditos pensamientos el día anterior. Estaba a punto de que una oscura ola cayera sobre él, arrastrándole así al océano de los sueños, cuando el movimiento del colchón le hizo tener que sujetarse al borde de este para no rodar ligeramente sobre su espalda, provocando a la vez que la ola retrocediera sin alcanzarle. Esta vez el hundimiento fue mucho más intenso. Se arrimó todo lo que pudo al extremo de la cama opuesto (al que estaba aferrado), y subió los hombros hasta el lóbulo de sus orejas y las rodillas hasta su pecho desnudo. Intentó respirar hondo y regularmente, y poco a poco, los latidos violentos de su corazón fueron bajando de velocidad hasta golpear su pecho lenta y pesadamente como el tamborileo de una marcha fúnebre. Inhalando aire por la nariz y soltándolo por la boca, con las sienes, las axilas y la parte posterior de las rodillas empapadas de sudor, esperó un tiempo incierto que le pareció eterno —ya que en la oscuridad, al igual que la orientación, el tiempo era casi imposible de controlar— a que el colchón ascendiera a su posición normal o a que la ola, más oscura aún, volviera de nuevo para llevársele. Fran Gómez abrió los ojos, o los ojos de Fran Gómez se abrieron, y supuso que la ola finalmente lo había envuelto, pues ya era de día. Se encontraba aún en el borde de la cama. Logró dormirse y al parecer le había sentado bastante bien; se sentía estupendamente —exceptuando esa ligera y vergonzosa sensación infantil—, como si no hubiera ocurrido nada, al igual que las otras veces. Salió de entre las ropas de la cama y desconectó la alarma del despertador. Como muchas otras veces, se despertó antes de la hora fijada en el antiguo radio-despertador que le dejó su padre como única herencia. Estiró los brazos hacia arriba con los dedos de las manos cruzados e hizo chasquear los huesos de su espalda mientras bostezaba. Extendió despreocupadamente las sábanas y mantas de su cama y se vistió con una camisa blanca a rayas azules, unos vaqueros oscuros, y unos zapatos de cuero marrón. A continuación se mojó el pelo, dibujó una disimulada raya en el lado derecho, y se peino hacia el lado opuesto. Tras mirarse con detenimiento en el espejo, llegó a la conclusión de que la escasa barba podía aguantar un día más sin ser afeitada. Luego bajó a la cocina y se tomó el primero de sus cafés matutinos muy cargado. En menos de medio hora, se encontraba en el hospital poniéndose su uniforme verde y su bata blanca con la tarjetita plastificada que rezaba: DR. FRANCISCO GÓMEZ. CIRUJANO. Fue una jornada bastante ajetreada con más de una operación y varias consultas, pero las operaciones no fueron muy largas ni complicadas; si a caso solo dos: una mujer herida gravemente por un accidente de coche y un hombre que, ridículamente, se había aplastado, y casi cortado, los dedos con una puerta por tratar de evitar que diera un fuerte portazo debido a una intensa corriente de aire; sin embargo ninguno de los dos perdió a su «Vida frustrada». Por lo que el día le había resultado entretenido y le había hecho sentirse complacido y orgulloso por su trabajo una vez más. Aunque la verdadera razón por la que le agradó tanto esa jornada y por la que estaba tan contento y fresco, como un hombre nuevo, era que gracias al poco tiempo que tuvo para descansar, no había pensado en Silvia ni en una sola ocasión, y se veía con fuerzas para que siguiera así toda la noche. Había olvidado por completo lo de la presencia en su cama, pero era normal; no tenía motivos para no hacerlo. El ánimo no dejaba sitio al cansancio, y se convenció así mismo de que si Diana le ofrecía salir a cenar, no solo iría, sino que pagaría él la cena, de tal manera que más bien sería él quien le invitara a ella. Y así lo hizo. Como casi todos los días de la semana, Diana le alcanzó en la firma de salida de turnos y se lo preguntó. Fran aceptó, y le divirtió ver una expresión de sorpresa en el rostro de ella. —Está bien —se recuperó enseguida—. ¿Qué tal dentro de una hora en el Palacio Oriental? Fran se sobresaltó al oír aquello. ¿Comida china? ¿Qué clase de cena romántica era esa? O él estaba muy anticuado o… Un momento, ¿quién había dicho que era una cena romántica? Sonrió para sí dejándolo ver y negó con la cabeza. ¿Podía haberse confundido con Diana? Sí, seguro que sí. —¿No? —preguntó ella ligeramente ruborizada—. ¿Mejor en…? —Oh, no —dijo Fran todavía riendo—. No, no, Diana, tranquila, el Palacio Oriental está bien; es que me ha venido de repente una cosa a la cabeza, lo siento. —¿Seguro? Si quieres podemos… —No, seguro, Diana. Allí dentro de una hora, ¿no? Diana recuperó su bonita sonrisa y asintió. —Eso es. —Bueno, pues hasta luego entonces. —Y, tras volverse, se detuvo y la miró de nuevo—. Ah, se me olvidaba, pago yo. La sonrisa que le mostró Diana fue tan brillante, que pareció iluminar la oscura carretera durante todo el camino a casa por encima de los faros del coche. Mientras se vestía, comenzó a sentirse estúpido por haber creído que le gustaba a Diana. En parte era un alivio que no, pero también le había disgustado un poco; un rincón de su ser se regodeaba con el hecho de que aún pudiera ser atractivo para chicas mucho más jóvenes que él. No obstante, cuando lo descubrió, sintió algo extraño en su cuerpo, y no era por su decepción, sino algo más profundo e intenso. La idea resultaba ridícula, pero no podía apartarla. ¿Tal vez le gustaba ella a él? No, imposible. Sin embargo, esa sonrisa… «No, para. No seas ridículo», se obligó a rechistarse con una sonrisa ausente. Terminó de ajustarse la corbata, se ató los finos cordones de los zapatos, y salió en dirección al Palacio Oriental, a unos seis kilómetros de su casa. Aparcó el Audi en un aparcamiento exterior y entró en el mundo de colores dorados y rojos iluminado con una cálida luz tenue. Pidió una mesa (no habían reservado ninguna) y se sentó. Le dijo al camarero de ojos rasgados que le tomaba nota que le llevase un vaso de agua, y cuando volvió su rostro inexpresivo típico de los chinos, Fran se percató por primera vez de que nunca había probado la comida china. Cuatro minutos después, a en punto —Fran llegó antes de la hora—, apareció Diana Moreno (curiosamente el primer apellido hacía juego con el color de pelo, tan oscuro que parecía teñido) con un elegante vestido pero lo suficiente normal como para dejar claro que no se trataba de una cita. Fran sintió de nuevo esa sensación en el estómago de decepción.«¿De verdad aún seguías creyendo que tal vez le gustabas? —se dijo. Y luego—: ¿Y por qué esa sensación?» —¡Hola! —la saludó para sacar esas peligrosas ideas de su cabeza. —Hola, doctor Gómez —correspondió ella un tanto tímida. —Oh, por favor: no me llames así. Puedes llamarme Fran, estamos fuera del trabajo. Bueno, en realidad, puedes llamarme así siempre. ¿Qué estaba diciendo? —De acuerdo. Se sentó con aquella boni… extensa sonrisa y le miró a los ojos. —Bueno, Diana, tengo que confesarte que no he comido comida china en mi vida. —Ah, pues está deliciosa, te lo aseguro —dijo ella cordialmente—. La cocina china es mi preferida, por eso decidí venir aquí para hablar con el cirujano que más admiro. Vengo a este mismo restaurante tres veces a la semana, cuando no cuatro. No te arrepentirás de probarla, ya verás. Fran había dejado de escuchar involuntariamente cuando Diana dijo «el cirujano al que más admiro», aunque no dejó de contemplar sus impresionantes y vivos ojos verdes. «¿Me estoy enamorando? —se preguntó sin querer—. ¿He estado enamorado de ella durante todo el tiempo sin darme cuenta?» «¡Venga Doc, si ni siquiera la conoces, como aquel que dice!» El debate en su cerebro se había iniciado, como solía ocurrir. «Simplemente ha dicho que te admira. Es lo normal, ¿no? Teniendo en cuenta que ella está estudiando para cirujano y tú eres uno de los mejores…» «Esos es, exacto, es lo normal. Ahora deja de comportarte como un niño bobo que piensa que le gusta a todas las de su clase y céntrate en la cena. La chica querrá preguntarte muchas cosas.» Fran hizo caso a su racional voz interior y volvió a la cuadrada mesa del exótico restaurante chino, donde Diana ya pedía la igualmente exótica comida para los dos, al mismo exótico e inexpresivo camarero que le sirvió el vaso de agua tras sentarse. —¿Qué me has pedido? —preguntó Fran cuando se marchó. —Lo mismo que a mí —le dijo ella, siempre con la sonrisa en los labios—. Sushi: no me creo que no hayas probado el Sushi; pan de gambas: ¡te encantará, está delicioso!; arroz tres delicias: eso has tenido que probarlo… —le dirigió una mirada inquisitiva con una fina ceja levantada. Fran negó con la cabeza y una mueca en los labios. Diana mostró en su cara más bien asombro e incredulidad, y se echó a reír. —¿Quién no ha probado el arroz tres delicias? —dijo entre delicadas carcajadas. El cirujano se echó a reír moderadamente también, más bien una sonrisa sonora, como la de ella. —La verdad es que soy una persona muy cerrada en cuanto a probar la cocina de otros países. A mí dame jamón y tortilla de patatas y luego hablaremos… —bromeó. Los dos rieron más alto y casi no pararon durante toda la cena, excepto en algunas explicaciones de cirugía que Fran le dio a Diana, que, como le había dicho la voz interior, era ese y solamente ese el objetivo de la cena. Diana le confesó que deseaba llegar a ser tan buen cirujano como él, y que esperaba que, cuando terminara las prácticas, la contrataran en ese mismo hospital, para seguir ganando experiencia junto a él, si no le importaba, claro. A Fran no le importaba en absoluto; es más, le costaba imaginar no volver a verla. También le dijo que tenía novio, lo que le hizo desgraciadamente comenzar a mostrar una sonrisa forzada; pero solo tras los dos minutos que le llevó asimilarlo, asimilar que él no era el hombre apropiado para una chica de veinticuatro o veinticinco años. El chaval, llamado Enrique (Quique o Kike), se había ido a terminar sus estudios a Londres. Durante el postre, cuando la conversación giró a temas un poco más personales debido a la confianza, más calmados y sintiendo un ligero dolor en las mejillas y en el pecho, Diana dijo algo que le hizo abrir los oídos más que nunca. —Tal vez pienses que estoy loca, pero ha habido veces que, tumbada en la cama, he sentido cómo el colchón cedía a mis espaldas. En serio, es algo muy extraño. Te lo cuento porque tú, al haber sido médico durante tantos años, tal vez hayas recibido a algún paciente con esto mismo o… —No he recibido a ninguno —le cortó Fran con aire meditabundo, sorprendido aún por la coincidencia—. Pero yo también lo he sentido. Diana abrió los ojos. —¿Y sabes qué podría ser? Conozco a otras personas que les ha pasado lo mismo al menos una vez (a mí, en, realidad, solo dos veces; una hace poco), y dicen que son fantasmas, o la propia imaginación. Le dio un escalofrío. Estaba muy seria… y muy guapa. Fran no se lo podía creer; ¡así que no le ocurría solo a él! —Bueno, yo no había pensado en fantasmas, no creo en ellos —afirmó. La estupefacción se esfumó tan rápido como había venido y volvió a su típica indiferencia sobre ese tema—. Simplemente es producto de la imaginación debido al cansancio y al estrés. No te preocupes. —Me gusta más tu explicación, desde luego —confesó. Y luego, aparentemente más calmada—. ¿No crees en los fantasmas? —Creo que mis estudios lo demuestran, ¿no? —expresó abriendo las manos y encogiéndose de hombros. —No todos los «científicos» no creen en lo sobrenatural. —Bueno…, quizás tengas razón. Pero yo sigo sin creer. Han sido pocas las personas que han muerto en mi quirófano, pero las que lo han hecho lo han hecho, sin más, y jamás he sentido nada alrededor mío cuando ocurría. ¿Tú crees? Tardó en contestar, y lo hizo cuando su resplandeciente sonrisa volvió a estirar sus labios. —No. Y ambos se echaron a reír de nuevo por la absurda situación de tensión causada. Estuvieron un rato más ahí sentados, y finalmente se fueron, cada uno por su camino, cada uno con su coche, y cada uno con sus vidas… Y de repente, la persona que no había aparecido en todo aquel gran día, se presentó. Silvia, siempre Silvia. De nuevo diciendo estupideces en su cabeza. Subió el volumen del coche y se concentró en la carretera que iba surgiendo de la oscuridad y desapareciendo por debajo del capó. Una vez en casa, se desnudó hasta quedar en calzoncillos, y se dejó caer en la cama tras abrirla. Tenía un ligero vestigio del sabor de la comida china en la boca. Había resultado estar rica —no tanto como la gastronomía española—, no obstante, no quería pasarse toda la noche despertándose con el saborcillo del pescado y las gambas en la lengua y se levantó a lavarse los dientes, que con las ganas que tenía de meterse en la cama —ahora todo el trabajo del día sí que le estaba haciendo efecto, y con el doble de fuerza—, se le había olvidado. Con el gusto a fresca menta, regresó al catre, se tumbó, apagó la luz —quedando totalmente a oscuras—, se deseó dulces sueños, y cerró los ojos intentando rechazar el recuerdo de la constante Silvia…, cosa que consiguió, aunque no por su insistencia…, sino por el maldito hundimiento del colchón. El estúpido terror lo invadió sin piedad. ¿Por qué? «¿Por qué, Dios mío, le tengo tanto miedo?» El colchón siguió hundiéndose... y siguió como la noche anterior. Tuvo que agarrarse para no rodar. ¿Por qué cedía tanto ahora? Antes solo era un leve movimiento. ¿Ha engordado el fantasma?«Calla, Fran, tú no crees en esas gilipolleces.» Respiró hondo como las otras veces, cerró los ojos con fuerzas, pero en esta ocasión nada de eso funcionó. No consiguió dormirse en toda la noche, y cuando los primeros rayos de sol empezaron a filtrarse entre los agujeritos de la persiana, el hundimiento ascendió muy, muy lentamente, para dejar descubrir a Fran que le dolía todo el cuerpo, todos y cada uno de los recodos más inimaginables de su cuerpo, incluso partes que sabía que tenía, puesto que la anatomía era lo principal a estudiar en su carrera, pero que jamás le habían revelado su existencia. Tenía los dedos agarrotados del largo estado de sujeción al borde del colchón, y las rodillas le rugieron quejumbrosamente al estirarlas. Permaneció un rato boca arriba con los ojos fijos en el techo de su cuarto, cada vez más blanco debido a la creciente claridad del amanecer. Le picaban. Sentía en ellos ese picor vidrioso que se experimenta cuando se tiene mucho sueño o no se ha dormido nada. Por lo que, recordando que era sábado y no tenía nada que hacer (lo que le llevaría a pensar en Silvia), decidió quedarse en la cama y dormir todas, o casi todas, las horas que no había podido echar durante la horrible noche. Se despertó cinco horas después, al medio día más o menos. No estaba mal, por lo menos cuando llegara la noche tendría ganas de dormir de nuevo. Los ojos vidriosos se habían ido pero los dolores continuaban más feroces que nunca y en el cuarto hacía un calor de muerte; el sol primaveral pegaba de lleno en la mitad inferior del cristal de la ventana, pues la otra mitad estaba protegida por la persiana. Nunca la bajaba del todo; una vieja costumbre. Trató de ponerse en pie casi encharcado de sudor y sintiendo como si colgaran de todas las partes de su cuerpo kilos y kilos de sacos llenos de pesadas piedras, lo que le llevó a sentarse de nuevo tras su impulso, al no esperárselo. Lo volvió a intentar, y esta vez consiguió levantarse y avanzar, lenta y pesadamente. Cada paso era como si una corriente de agua opuesta le impidiera andar, solo que esa corriente no era de agua, sino de dolor. Deseó con toda su alma que su busca no sonara en todo el día, como solía suceder los días que libraba, pues sería incapaz de realizar su trabajo correctamente en ese estado. Por un momento se le pasó por la cabeza coger el molesto cacharrito y arrojarlo contra el suelo, para que se rompiera en mil pedazos y así estar seguro de que no recibiría su poco bienvenido pitido, pero se obligó a desechar la idea; podían llamarle al móvil. No obstante, si también le estrellaba contra el mármol de la habitación… No. Tarde o temprano darían con él si era muy urgente y él se habría quedado sin busca y sin un Smartphone de cuatrocientos euros. Resolvió que lo primero que tenía que hacer era darse una ducha, bueno, mejor tres: una fría, para quitarse ese insoportable calor, una caliente para calmar los dolores antes de tomarse un Ibuprofeno, y otra fría o templadita para no morir asfixiado de calor. Cuando terminó (la ducha reparadora había acallado un poco los rugidos de los dolores), se preparó un café con leche y sacó un sobrecito de Ibuprofeno de su caja. Arrojó el contenido en un vaso con menos de la mitad de agua y le dejó a la espera de acabar con el café. Notando de nuevo el persistente sabor del Sushi y las gambas en lo más profundo de su boca, se hizo dos tostadas. Mientras masticaba las secas rebanadas de pan y contemplaba una capa de polvo en las estanterías de la cocina, decidió que sería una buena idea, o un buen modo de entretenimiento (y de evitar pensar en Silvia), limpiar la casa. Desde que se compró aquella gigantesca casa después del divorcio en un alarde de furia, rencor y pesadumbre, no recordaba haberla limpiado nada más que una vez, y de eso hacía ya… ¿siete meses? No se acordaba con exactitud. Podía contratar a una mujer (o a un hombre) de la limpieza, pero no le satisfacía la perspectiva de tener a una persona vagando por su casa a solas. También había pensado vender esa e irse a vivir a otra vivienda más pequeña, más acorde con un hombre soltero, pero no tenía ni tiempo ni ganas de implicarse en algo así en esos momentos. Por lo que sí, hoy era un buen día para arreglar su hogar; en cuanto hiciera efecto la medicina por supuesto. Probablemente cuando terminara tanto el efecto como de limpiar, sentiría el doble de dolor, pero cualquier cosa con tal de estar ocupado. En media hora ya estaba listo. Puso un CD en la minicadena de su guitarrista preferido, y comenzó la tarea. Después, alrededor de tres horas, se hundió en el sofá del salón. Como había previsto, los dolores regresaron al ataque con más aliados; por un momento creyó que sería incapaz de levantarse de ese diván azul para tomarse la dosis del calmante; no obstante, aún quedaban otras tres horas para poder tomárselo. La tarde se le hizo eterna, pero al final el sol dijo «adiós» y la luna«hola» y llegó la hora de cenar y de irse a acostar. Aunque pareciera una locura, agradecía haber tenido todos esos dolores; habían mantenido su mente lo suficiente ocupada como para no pensar en la de siempre. Aquella noche, la presencia en su cama también hizo su aparición, sin embargo, logró ser atrapado por la ola negra y dormir de un tirón. Sería la última noche que lo conseguiría. A partir de aquella, todas las noches que siguieron a esa, el hundimiento del colchón lo aterraba en un reducido hueco de la cama y le impedía dormir sin despertar al menos seis veces. Y todas esas noches se hacía las mismas horrorosas preguntas: ¿Por qué le tenía tanto miedo? ¿Por qué se había vuelto tan frecuente? ¿Y por qué cedía más que antes? Se había negado por completo a irse al sofá o a otra de las habitaciones con camas, ¡ese era su cuarto y ese su cómodo catre! No iba a permitir que su estúpida imaginación le expulsara de allí. Finalmente, después de estar una semana soportando aquello y de haber recibido una pequeña queja de su jefe —más bien una recomendación— que le decía que se le veía agotado y que debía descansar porque así no podía trabajar, Fran decidió aceptar la amable propuesta de su superior y tomarse unos días libres con un único objetivo: acabar con el ser, fuera cual fuese, que todas las noches le robaba el espacio en su propia cama y le provocaba un ataque de pánico semejante al de un niño al que le dicen que hay un monstruo en el armario. Tras esa semana, dejó de pensar que fuera producto de la imaginación. Su mente cansada había expulsado esa idea. Diana trató de invitarle a cenar de nuevo tres veces durante esos cinco días, pero Fran la rechazó en las tres ocasiones, y la tercera con una dura y grosera respuesta procedente de una mente tan fatigada que, si alguien le hablara del tema, no recordaría haberlo dicho. Diana pareció asustarse e indignarse, y no volvió a proponérselo, ni siquiera le miraba durante el día. Solo agachaba la cabeza y asentía a las explicaciones de Fran, limitándose a obedecer las órdenes que le daba su tutor cuando se encontraban tratando a un paciente, y sin hacer ninguna de las abundantes e interesadas preguntas típicas de la chica. Así pues, el viernes fue su último día de trabajo…, nunca mejor dicho. Justo antes de meterse en la cama ese día, subió arriba, entró en el verde cuarto de baño de su habitación, abrió el botiquín que colgaba al lado del espejo que reflejaba a un hombre casi desconocido —un hombre con más canas de las que recordaba tener, unas sombras en los ojos que parecían sacos de basura negros, arrugas de cansancio que recorrían toda su cara, una espesa barba—, y sus ojos se encontraron con lo que perversamente buscaba. El bisturí. Siempre guardaba uno en los botiquines, con él se sentía más seguro, pero en cuanto a problemas de auxilios, no de defensa propia. Hasta ahora. De alguna manera se había convencido finalmente de que cada noche había alguien (tal vez Silvia con unos cuantos kilitos de más) en su cama que subía sigilosamente por las escaleras, tal vez descalzo o con calcetines de esos de lana llenos de bolitas que amortiguan las pisadas, y se tumbaba en su cama por alguna macabra razón. Era una sensación demasiada física para ser obra de la imaginación. Aquello no estaba en su cabeza. Oh sí, estaba totalmente convencido de ello. —Pero eso se va a acabar, ¿verdad querido bisturí? —afirmó en voz alta, acercando la mano hacia la afilada herramienta, la cual arrancaba destellos a la luz del baño. Los ojos casi se le salían de las órbitas de tan abiertos que los tenía, en una expresión casi demente, y se sobresaltó al verse parcialmente reflejado en la brillante superficie del bisturí. —¿Qué estoy haciendo? —susurró para sí en un repentino acceso de cordura. «Lo que tienes que hacer», le respondió la infernal voz interior. Fran dudó. «No lo pienses más —le instó—. Entra en la cama, aferra el bisturí por debajo de la almohada como hacen los granjeros de las películas americanas con sus revólveres, y espera a que esa maldita hija de perra deslice su asqueroso cuerpo entre las sábanas. Luego, ¡zas!, te giras y hundes la delicada herramienta médica en su cuello como ella hunde tu colchón.» Durante un instante se le ocurrió utilizar el bisturí contra aquella vocecilla. Pero no, tenía razón. Era muy molesta, pero tenía razón. No podía aplazarlo más. Cerró la puertecilla del botiquín con más fuerza de la necesaria y observó desde el umbral de la puerta del baño toda su habitación. —¡Hoy es tu día, ¿me oyes?! —gritó al silencio que lo envolvía. La demencia regresó—. ¡Hoy es tu día! ¡Así que más vale que no aparezcas por aquí, porque te llevarás una sorpresita! —Se asomó por la puerta de su cuarto, que daba al pasillo y a la escalera—. ¡Sí, ¿me oyes?! ¡Más vale que no aparezcas y me dejes dormir en paz! —La voz sonó hueca en el vacío. Y tras su advertencia se adentró en la cama. En su cama. Apagó la luz centralizada de la mesilla, se tumbó sobre el costado derecho, colocó la mano izquierda bajo la almohada, con el bisturí cogido como el asesino de Psicosis el cuchillo, y esperó, esperó impaciente a que (Silvia) esa persona o ser comenzara a hacer ceder su colchón. Con cada segundo que pasaba, más seguro estaba de quién era el responsable y por qué lo hacía. Quería atormentarle aún más, hacerle sufrir más de lo que lo hizo; no bastaba solo con vaciar su corazón, no; tenía que estar todos y cada uno de los días y noches de su vida recordándoselo, y haciéndole saber que nunca jamás volverían a estar juntos pero que seguía existiendo… El colchón se movió a sus espaldas. Fran se tensó y extendió los labios en una escalofriante sonrisa. Agitó los dedos sudorosos sobre el suave y diminuto mango del bisturí, uno a uno. Esperó a que cediera más y más, hasta que él sintiera la necesidad de aferrarse al borde del colchón para no rodar; solo que en esta ocasión no haría eso. En esta ocasión se serviría de esa inercia para coger más velocidad en su giró y clavar con más potencia la afilada herramienta quirúrgica con la que se defendía muy bien, bastante bien; sin ella no habría recibido los cuatro diplomas que colgaban repartidos en sus despachos, dos en el de la casa, y otros dos en el del hospital. El colchón continuó descendiendo y descendiendo hasta que por fin fue lo suficiente hondo como para que diera la oportunidad de actuar a Fran, quien nada más sentir que su cuerpo empezaba a rodar sobre su costado primero y sobre su espalda después, como una roca redonda arrojada por una pendiente, encendió la luz con la mano derecho —la cual tenía extendida con los dedos en el interruptor— y sacó de debajo de la almohada la otra con un rápido y potente movimiento centelleante a la vez que retorcía su torso y su cuello sin sentir el corte del antebrazo derecho. Acto seguido comenzó a hundir y alzar repetidamente el bisturí en el colchón, como un loco cegado por la locura, justo donde este cedía, y a desparramar miles y miles de jirones de hilos y tela por toda la cama. No cesaba de gritar «¡Maldita puta! ¡Zorra! ¡Ya no volverás a molestarme! ¡Ya no volverás a atormentarme! ¡Zorra!...». Paró cuando vio los muelles asomando por los agujeros deshilachados, como si el colchón le mostrara sus vísceras, y se dio cuenta de que ahí no había nadie; solo un loco desequilibrado por completo que no hacía más que apuñalar a un inocente colchón. Entonces sintió una intensa quemazón en el antebrazo derecho y los dedos ligeramente dormidos. Se miró horrorizado el corte rojo que pasaba por encima de su piel, muy cerca del músculo llamado extensor común de los dedos. Un poco más profundo, y se lo hubiera cortado, perdiendo por completo la movilidad de estos y teniendo que ir a urgencias. Aquel accidente también le reveló la potencia con la que había lanzado el golpe —pues no era un simple roce como debería haber sido en cualquier caso—, y se preocupó, saliendo de esa especie de demencia como si un hipnotizador hubiera chascado los dedos. Miró el bisturí con ojos aturdidos y asustados, y con la respiración tan veloz que parecían jadeos, y lo arrojó al otro lado de la habitación. Aterrizó en el suelo de mármol con un tintineo que resonó en los oídos de Fran; de Francisco Gómez, uno de los mejores cirujanos de su hospital, no de un loco apuñala colchones. ¿Qué le había ocurrido? Intentó calmarse y hacer regresar la respiración regular. Cuando lo consiguió, supo de inmediato lo que debía hacer antes de que se hiciera daño de verdad, no solo a su cuerpo físico, sino también a su cabeza, a su mente. Iría a un psiquiatra. Pero primero debía curarse ese horrible corte…
Y en esa parte es donde entro yo, Diego Escobar. Vino a mi consulta al día siguiente por la mañana, muy temprano, casi no había colgado la chaqueta en el perchero del rincón de mi despacho, ni había plantado mi esquelético culo —no es que esté anoréxico, pero es que por más que como soy incapaz de engordar— en la cómoda silla de cuero negro, cuando en el intercomunicador de mi escritorio sonó la voz de Ana Fuentes, mi secretaria. —Señor Escobar, tiene un cliente esperando —informó. Su tono denotaba nerviosismo—. No tiene cita. Me acerqué al cacharro y pulsé el botón de intercomunicación. —¿No puede pasárselo a otro? —le pregunté. No me apetecía atender en esos momentos a un paciente inesperado. —Usted es el único que hay en estos momentos en el edificio, señor. Y era cierto. A mí siempre me ha gustado llegar temprano para arreglar todas las cosas y estudiar los casos del día sin prisa, así que, resentido, le dije que le dejara pasar. El hombre que entró por la puerta de mi consulta parecía un fantasma, o un zombi. —Buenos días —me saludó con una voz débil arrastrando ligeramente las palabras. Podría estar borracho, pero no lo estaba. Sé distinguirlos perfectamente; mi padre tuvo un serio problema con el alcohol y yo fui quien le ayudó a superar aquel condenado vicio. —Buenos días. Siéntese por favor —le ofrecí la silla azul de delante del escritorio con un gesto de la mano. Él la retiró y más bien se dejó caer—. ¿Cómo se llama? —Francisco. Soy el doctor Francisco Gómez —dijo con indiferencia. Había oído hablar de él. —Oh, doctor —Aún así me sorprendí un poco—. ¿Qué problema tiene? —Vengo a qué usted lo averigüe. Porque no lo sé. Parecía que en cualquier momento pudiera caer hacia delante y partirse el cráneo con el borde de mi gran escritorio de madera oscura. Iba remangado, y me fijé en el vendaje de su antebrazo. —Eso ya me lo imagino, doctor Gómez, pero necesito… —Llámeme Fran, por favor. —Está bien, Fran, necesito que me cuente algo más sobre su problema. ¿Por qué se encuentra así? Entonces me explicó por qué no dormía, y cuando le pregunté desde cuándo le ocurría, me contó toda la historia entrecortadamente, empezando por el día de la larga operación de peritonitis con perforación de estómago. No paraba de insistir en que le tenía un miedo colosal al hundimiento del colchón y que no sabía la razón. Estaba totalmente convencido de que su mujer era quien subía por las noches y se tumbaba, pero aún así seguía atemorizándose cada vez que pasaba eso. Yo, por supuesto, sabía perfectamente que no sé trataba de su mujer, sino de su imaginación debido a una continua fatiga, como él pensaba al principio. Era algo muy probable y la única explicación lógica. Así que decidí dejar eso apartado por un momento —le recetaría unas pastillas para dormir y descansar— y me centré en el problema del miedo; creía saber la razón, y no me equivoqué. Al menos en esto no me equivoqué. —Bien, Fran. Me parece que su pánico procede de un trauma. ¿Le dice algo esto? Se mantuvo unos minutos en silencio, pensando. Luego negó con la cabeza, sin ninguna expresión en su cansado rostro. —¿No recuerda nada que le pudiera haber sucedido cuando era pequeño? —insistí; aunque insistir con un tipo en ese estado no era una buena idea. —No, nada. —Está bien. Entonces voy a tener que realizarle una pequeña terapia de regresión, Fran. ¿Sabe lo que es? Me estaba jugando el cuello haciéndole esperar tanto; me arriesgaba a que en cualquier instante se levantara de su silla con una velocidad inducida por alguna potente fuerza como podía ser la mezcla entre el cansancio y la rabia e, inclinándose sobre el escritorio, aferrara mi delgado pescuezo y me estrangulara mientras me decía que fuera al grano. —No —repitió cansinamente en su lugar. —Es un método con el cual puedo ayudarle a acceder a su inconsciente para descubrir el origen de sus problemas o algún trauma olvidado, como es el caso. Conviene que el paciente esté en buenas condiciones, físicas y mentales, pero siendo este un caso excepcional, ya que no creo que quiera dormir de nuevo hasta que se resuelva, intentaré llevarlo a cabo ahora. ¿Está de acuerdo? —Sí —respondió rápidamente—. Lo que sea. —Muy bien, pues entonces quítese los zapatos y túmbese en esa camilla —le señalé la camilla de cuero negro situada en un extremo de la consulta, al lado de un sillón. Fran se acercó y, como hizo al sentarse en la silla, se dejó caer—. Ahora, como sé que le gusta el blues, voy a poner un CD de ambiente de este estilo musical. Una vez sonando bajito los rítmicos acordes de las guitarras y los saxofones, me senté en el sillón y comencé la útil terapia cuyo máximo representante es el famoso psiquiatra Brian Weiss; aunque yo la realicé y realizo con una pequeña modificación que consiste en hacer que el paciente me vaya narrando los hechos, y en guiarle en los casos que lo necesite. —Bien, si le aprieta la ropa, aflójesela. —Estoy bien. —De acuerdo. Cierre suavemente los ojos… y concéntrese en su respiración. Respire con regularidad, inspirando por la nariz y exhalando por la boca. Relájese… —Él siguió mis instrucciones religiosamente—. Con cada exhalación expulse los dolores y tensiones acumulados, y con cada inspiración, absorba toda la energía que le rodea. Ahora sienta todas las partes de su cuerpo y deje que se relajen. Empiece por los de arriba y vaya bajando hasta llegar a las piernas y los pies… Ahora está completamente relajado. En unos segundos voy a contar de cinco a uno. Con cada número se sentirá más apacible, y cuando llegue a uno, estará en un estado tan profundo de serenidad, que su mente se habrá liberado de los límites del espacio y el tiempo, pudiendo recordarlo todo. Antes de empezar a contar, me pregunté si no estaría durmiendo, no obstante, los años de experiencia realizando esta terapia me convencieron de que aunque el paciente estuviera muy cansado, era muy difícil que se durmiera. —Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno; ya ha llegado, está profundamente relajado. Imagine que hay una luz a lo lejos y camine hacia ella. Puede recordar absolutamente todo lo que le ha ocurrido. Todo. Cuando atraviese esa luz, estará en otro momento, en otro tiempo; deje que la mente elija ese momento y ese tiempo. Crúcela y dime qué ve. Obsérvese tanto a usted como a todo lo que le rodea. ¿Qué ve? Fran tardó en contestar. —A mí. —Bien, bien. Pero eso ya lo sé. Más detalles… —Más pequeño. —Siga. ¿Cómo se ve? La voz, como la de todos los pacientes bajo este estado, era monótona y, a una persona no acostumbrada, le pondría los pelos de punta. —Está oscuro, pero veo el color castaño claro de mi pelo, desparramado por la almohada blanca de mi cama… ¡Mi cama con el edredón del Demonio de Tazmania!... Ahora tengo los ojos cerrados con fuerza… No veo nada… —Muy bien. Ha decidido por alguna razón continuar observando el momento desde su interior. Prosiga. —Las comisuras de los ojos me arden… Y las mejillas están mojadas, muy mojadas. Estoy llorando. —¿Por qué? ¿Qué sucede, Fran? —Francis. Todo el mundo me llama Francis. —Muy bien, Francis, ¿por qué estás llorando? Miré la hora de mi reloj de muñeca. Habían transcurrido treintaicinco minutos desde que el doctor llegara a mi consulta y ya se me había pasado la primera cita. —Por las voces… ¡No, por favor, parad! —¿De quiénes son esas voces? —De mis padres. Me llegan desde el comedor. Están discutiendo… otra vez. Mi padre le está gritando a mi madre que es una maldita zorra, que por su culpa están a fin de mes casi sin un puto duro; mi madre le replica echándole a él la culpa, y justificándolo con el dinero que gasta en el bar, que los fines de semana se pasa todo el día metido en esos «rompe familias», y que por un capricho, solo uno que ella ha tenido, el de ir a la peluquería, ya es ella la culpa… En esa parte enmudeció de repente. —¿Qué más, Francis? —le insté con calma. —Nada. Me he tapado los oídos. Así mucho mejor. —Presentaba una estúpida sonrisa y tenía la cara empapada en lágrimas. Esperé con un tanto de malicia que saliera una burbuja mucosa de uno de los grandes orificios de su nariz, pero no lo hizo—. Mucho mejor… —Eso es. Sigue relajado y respirando profundamente. Permanece en ese momento y dime qué piensas. —En el día siguiente. Mañana, en clase de ciencias, hay que hacer una exposición de un trabajo en grupo que he estado realizando con mis compañeros durante toda la semana. Estoy un poco nervioso; hay que salir delante de toda la clase. Yo estoy en el grupo de Rocío, Sergio y… ¡AAAAH! —¿Qué sucede, Francis? Dímelo. —El grito, más bien chillido desgarrador, hizo pitar mis oídos. —¡E-El colchón… Está… está cediendo! ¿Qué es? ¿Un fantasma? ¡¿Un fantasma se está tumbando en mi cama?! —No, tranquilo. No existen los fantasmas. Cálmate. —El ataque de pánico que estaba sufriendo podía ser peligroso, pero estábamos llegando a la zona cero del problema, al origen del trauma, y no podía parar—. Continúa hablándome. —Me he encogido. Estoy temblando y apretando la vejiga para no hacerme pis… Pero el colchón sigue bajando y… ¡Oh no! No he podido aguantar más… El líquido caliente del pis me quema la pierna, mamá se va a enfadar… Una mano… ¡UNA MANO!... Está tocando mi hombro y… y me zarandea, me… me zarandea, y el fantasma me está diciendo algo. ¡No quiero oírle! ¡No! Pero su fría mano intenta tirar de la mano que tapa mi oído. Mis tripas comienzan a removerse; las siento ahí abajo.... Ahora tira con más fuerza y oigo una voz apagada… Una voz suave… La voz de un ángel… Mi mano cedé y oigo esa voz con más claridad… ¡Mamá! Eres tú… —Bien, muy bien, Francis. Respira. Inspira por la nariz y exhala por la boca. Eso es. Fran se había orinado también en la realidad. La entrepierna de los vaqueros se había tornado a una tonalidad mucho más oscura. Estaba enteramente sudado y tan pálido como el papel, pero poco a poco fue recuperando el color, o lo que quedaba de él, pues el insomnio había borrado todo tono que pudiera haber tenido su tez. —Entonces, ¿es tú madre quien ha provocado el hundimiento del colchón? —Fue más una afirmación que una pregunta. Me respondió con una gran sonrisa. —Sí, es mamá. ¡Qué tonto he sido! Aún así el corazón todavía me late muy rápido. —¿Te dice algo tú madre? —Sí. Dice que hoy duerme conmigo, que se quedará ahí toda la noche… Ya era hora de acabar. Miré el reloj de nuevo y habían pasado otros veinticinco minutos. Mi segunda cita a la mierda. Mis otros pacientes estarían rojos de ira, si es que todavía se encontraban esperando en la sala de esperas, claro. —¿Francis? —¿Sí? —El ritmo de la respiración era la correcta, y la sonrisa seguía ahí. —Es hora de regresar. Voy a contar de uno a cinco. Cuando llegue a cinco, abre los ojos, y estarás totalmente despierto… Lo recordarás todo. »Uno: comienzas a salir de la luz… »Dos: sales de la luz y despiertas poco a poco… »Tres: estás mucho más despierto… »Cuatro: estás casi despierto… »Cinco: abre los ojos; estás completamente despierto. En cuanto abrió sus cansados ojos, me dio la extraña sensación de que yo también acababa de salir de un trance, pues empecé a oír el suave blues, que no había parado de sonar durante todo el ejercicio pero que no lo había percibido hasta ese momento. Fran parpadeó un tanto aturdido, y luego, para mi sorpresa, sonrió. —¡Ahí está el problema! No me lo puedo creer. En esa estupidez que olvidé. Esa era la causa del trauma, ¿no? —me preguntó. —Sí, exacto. —¿Y por qué lo había olvidado? Ha sido algo increíble poder revivir esa experiencia. Acojonante, pero increíble. —Se miró la entrepierna conforme decía eso sin mostrar ningún síntoma de disgusto. —A veces, la mente bloquea recuerdos por no poder asumirlos, Franci… Fran. Ese es el motivo por el que no lo recordaba. Fue una experiencia muy dura para usted. Posiblemente su mente lo bloqueó nada más darse cuenta de que era su madre quien hizo que se moviera el colchón. Tal vez ya no lo recordaba al día siguiente. Se sentó en el borde de la camilla haciendo sonar el cuero como si dejara escapar una ventosidad y se puso los zapatos. —Entonces, ¿ya no temeré a ese maldito hundimiento y podré descubrir a tiempo, antes de que se vaya, al culpable? —En cuanto a lo primero, he de decirle que seguramente ya no sienta aquel miedo. Y en cuanto a lo segundo, ¿de veras sigue creyendo que es su mujer? Se mantuvo en un silencio reflexivo durante unos eternos segundos. —Bueno… eh… Tal vez esté un poco paranoico… «¿Un poco?», pensé. —… Quizá no sea Silvia, pero estoy seguro de que es alguien. Esa sensación… Es demasiado física. Lo siento descender de verdad. Se lo juro. ¡Pero si hasta me hace rodar! —Entiendo lo que me dice, Fran. Y le creo. Pero ha de saber que la mente es muy poderosa. Sin ir más lejos, fíjese lo que ha hecho con su recuerdo. Estoy seguro de que el único culpable es el cansancio, como usted pensaba al principio. Se le veía un tanto incrédulo, aún así, hizo un esfuerzo por darme la razón. —¿Y qué me recomienda? ¿Existe algún medicamento? —Existen muchos; cualquier somnífero. Pero yo le voy a recetar este. —Regresé a mi asiento seguido por él y apunté el nombre del somnífero—. El Valium le ayudará a dormir y a descansar durante toda la noche. Aquí tiene. El doctor cogió el papel y observó con el entrecejo fruncido. —¿Está usted seguro que con esto dejaré de sentirlo? —Si se duerme rápido, la mente no tendrá tiempo de jugarle una mala pasada —le expliqué con una sonrisilla y alzando una ceja en gesto de evidencia. Fran lo miró unos segundos más y finalmente se levantó medio tambaleándose. —Bueno, señor… —echó un vistazo a la placa de mi escritorio— Escobar, espero que tenga razón. Y gracias por ayudarme con aquel estúpido trauma. Me extendió la mano y yo se la estreché. —Para eso estamos. Si tiene algún problema, ya sabe dónde encontrarnos… Pero antes llame para que le demos una cita. —Eso último lo intenté decir sin que se notara mi exasperación por ese tema, pero me parece que no lo conseguí. No soy un hombre al que le agrade que le descoloquen todos sus planes del día. Y aquel día no solo empecé a trabajar con un paciente antes de lo habitual, sino que retrasé y perdí al menos tres citas previas. El doctor Francisco Gómez asintió con la cabeza y luego se marchó de mi consulta con su aspecto destrozado y su problema aparentemente solucionado. Yo suspiré, miré la hora con desprecio, y pulsé el botón del intercomunicador de mi gran escritorio para pedirle a Anita un café y que dejara pasar al siguiente paciente, el que debía haber entrado hacía unos cincuenta minutos.
La farmacia era un pequeño establecimiento con un mostrador a apenas tres pasos de la entrada. La farmacéutica, una mujer de unos setentaitrés años que llevaba toda su vida trabajando en aquel lugar, miró a Fran con expresión asustada. Al entrar, las dulces campanillas de aviso que colgaban delante de la puerta sonaron con un amargo tintineo que estalló en los oídos del doctor. Lo que menos le apetecía era escuchar rudillos innecesarios; ¿y lo que más?, pues lógicamente dormir. —Ah, es usted, doctor —dijo la anciana con evidente alivio observándole con atención—. Pensaba que era uno de esos drogadictos que andan por ahí. De aquel comentario, Fran sacó dos conclusiones: primera, que la anciana tenía muy buena memoria, pues solo había ido allí un par de veces —la primera vez fue más bien una sesión de interrogatorio al ser un nuevo vecino de aquella zona de la ciudad—, y la segunda, que la mujer no tenía ni pizca de tacto con lo que decía. —Pues sí, soy yo —dijo él con un ligero sarcasmo. —¿Qué desea? Le entregó la receta con la que se tapaba el pequeño percance de la orina, cubriéndolo ahora con la mano. La mujer la miró ajustándose las antiguas gafas. A Fran le pareció que realizaba un auténtico esfuerzo por leer; aunque pensándolo mejor, seguro que era así. —Oh, tiene problemas por las noches, ¿eh? —«Si yo te contara» pensó Fran—. Eso explica su aspecto de vagabundo borracho. —Y de nuevo la bofetada—. A ver, tiene que estar por aquí —decía mientras miraba la estantería repleta de medicamentos que había a sus espaldas. Al girarse, el moño blanco que llevaba en la nuca no se movió ni un centímetro, y Fran pensó que debía haber pasado mucho tiempo desde que aquel tieso cabello (si se podía llamar cabello a algo así) vio el agua por última vez—. Aquí está. Tenga. Fran pagó y en menos de quince minutos se encontraba en su casa abriendo el paquete. Pero se detuvo; antes debía comer. Más que nadie, él, como médico, sabía que tomarse medicamentos con el estómago vacío era igual que echar agua en un vaso agujereado. No había desayunado aquella mañana. Nada más ver la luz por la ventana de su habitación, se había levantado, vestido, y salido disparado en su Audi A3 hacia el edificio de psiquiatría de la ciudad, donde le había atendido inmediatamente, gracias a Dios, ese tal doctor Diego Escobar, al que, por cierto, no le harían daño unos cuantos kilitos más. Calentó el café con un chorro de leche y, como siempre, introdujo en la boca de la tostadora dos rodajas de pan de molde. Cuando terminó, se tomó la pastilla y subió a su habitación sin fregar lo usado. Una vez allí, sin preocuparse por cambiarse los pantalones y lavarse, bajó la persiana del todo, quedando el cuarto completamente a oscuras, y se tumbó en la cama. Había dado la vuelta al colchón para no tener que ver el destrozo, aunque el bisturí lo dejó encima de la mesilla, por si acaso. En menos de un minuto, el Valium empezó a hacer su agradable efecto y finalmente Fran se durmió sin llegar a sentir ceder el colchón. Apenas soñó nada. Nada en absoluto. O al menos no lo recordaba. Se despertó como nuevo ocho horas y media después, a las cinco y media de la tarde, como pudo comprobar en el radio-reloj. Estuvo todo lo que restaba de día con una brillante sonrisa en los labios y Silvia hizo acto de presencia en su cabeza solamente dos veces, y breves. Al salir de la ducha, se miró en el espejo y, tras afeitarse, se vio por fin a él, no obstante aún quedaba algún vestigio de las bolsas en los ojos y arrugas de cansancio. Decidió que el miércoles, una vez cogido de nuevo el horario normal de dormir por la noche y vivir por el día, se reincorporaría al trabajo. Claro, que eso nunca ocurriría. La noche del lunes fue el último día que durmió y dormiría plácidamente. Al día siguiente, por la mañana, llamó a su jefe para comunicarle que ya se encontraba mejor y que el miércoles volvería al trabajo; sin embargo, el director, el doctor Álvaro Aguilar, esperó durante todo el miércoles y durante los siguientes tres días el regreso del doctor Francisco Gómez sin resultado. Tras cenar y tomarse la pastilla esa noche del martes siete de junio, Fran se cepilló los dientes con alegría aunque experimentando una inquietud en su cabeza. No era Silvia, quien parecía haber cedido en su empeño por atormentar su mente. Sino algo que le rondaba por la su mente como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua, y que tenía la certeza que había olvidado. Algo que hizo mal en el hospital —de eso estaba seguro— cuando se encontraba en el pésimo estado. Y creía recordar que sucedió el viernes precisamente. Pero cada vez que intentaba atrapar esa idea se le escapaba como una mosca veloz. Solo deseaba que no tuviera que volver a la consulta de aquel psiquiatra anoréxico para que le realizara de nuevo aquella potente terapia. Se introdujo en la cama con esa ágil mosca en la cabeza y echó una fugaz mirada al bisturí —que aún seguía ahí a pesar de todo, pues se sentía más seguro— antes de apagar la luz. Era primavera, pero en esa casa tan grande había una temperatura bastante baja, sobre todo por las noches, por lo que se arropó hasta el hombro. Tardó más de lo normal en sentir el efecto del somnífero; se imaginó que era por la mosca que volaba por el interior de su cabeza. No obstante, el medicamento pudo más y comenzó a adormilarse. La respiración se tornaba regular y la mente y los pensamientos parecían irse muy, muy lejos, desconectándose del mundo, cuando algo hizo que abriera los ojos y el mundo regresara a toda prisa. Segundos después se percató de qué se trataba. El colchón. Otra vez el colchón. Se estaba hundiendo poco a poco, como siempre. Descubriéndose sin miedo (la terapia funcionó perfectamente), extendió raudamente la mano derecha hacia la mesilla (yacía boca arriba), y sin preocuparse por encender la luz esta vez, pues esa acción le haría perder tiempo, echó mano al bisturí… solo que no fue al bisturí a lo que echó mano, sino a la nada. Su apreciada herramienta quirúrgica no se hallaba donde la dejaba todas las noches. Él, o ella —más bien ella: Silvia—, lo había cogido, y ahora, en cualquier momento, lo utiliz… Sintió una delgada, afilada, y fría línea en el cuello que interrumpió sus escalofriantes pensamientos, cada vez más acentuada por una presión. El doctor Francisco Gómez luchó con el cable y el interruptor por encender la luz de su lamparilla de noche, pero el pulso le fallaba; el miedo, el terror, había vuelto a hacerse dueño de su cuerpo. Poco a poco, con ese aumento de presión, la fría línea, ahora más caliente por la sangre —supuso aterrorizado sin dejar de intentar encender la luz y con la confirmación de que había alguien en su cama—, empezó a deslizarse por la superficie de su cuello, notando un dolor desgarrador. Y justo antes de que el corte llegara hasta la parte inferior de la mandíbula derecha, justo antes de que su «Vida frustrada» consiguiera coger el barco y marcharse para siempre (eso sí, con ayuda) y todo el mundo se quedara en una oscuridad infinita, mucho más negra que la que había en la habitación, la lamparilla cayó al suelo por un manotazo de Fran, haciendo que el sonido del cristal de la pantalla protectora despistara por un momento a la mosca y Fran lograra por fin atraparla, recordando, fugazmente, que la había cagado gritando a Diana y que, ya jamás, podría pedirle disculpas.
Me enteré de esto cuatro días después. Entre las cosas de su casa encontraron los somníferos y pensaron que tal vez habían sido recetados en mi clínica, por lo que vinieron y me interrogaron por si tenía algo que ver. Luego les pregunté qué había pasado y me lo contaron. Tres días después de aquella fatídica noche, Álvaro Aguilar, el director del hospital y por tanto jefe de Fran, denunció a la policía la ausencia de su empleado, uno de los mejores cirujanos que tenía. Había estado llamando tanto a su casa como a su móvil, y le había avisado por el busca, pero no recibió contestación de ninguno de esos aparatos. Media hora más tarde, dos guardias civiles se presentaron en la gigantesca casa del doctor y decidieron dejar de insistir en llamar a la puerta y entrar forzándola. En el piso de arriba, en el cuarto que había enfrente de las escaleras con la puerta cerrada, se encontraron el cadáver completamente pálido del cirujano Francisco Gómez. La sangre seca, de una tonalidad marrón, contrastaba con su clara tez y con el empapado edredón, también blanco. Se encontraba boca arriba sobre su cama, con un perfecto corte rojo y horizontal digno de un buen cirujano bajo su barbilla, y cubierto con las mantas, con ambos brazos fuera. Uno de ellos, el derecho, sobre la mesilla a la izquierda de la cama. Y el otro, sobre su pecho y acabado en una mano que aún sostenía con delicadeza —con el dedo índice y el pulgar— un brillante bisturí un tanto manchado de sangre, con la afilada hoja clavada en el extremo derecho (el final) de la raja del cuello.