Hazañas bélicas

Publicado el 17 diciembre 2019 por José Ángel Ordiz @jaordiz

La explosión mató a mis compañeros. Mutilado, destripado, abrasado, vivo aún, me pidió ayuda el sargento. Con su cuerpo robusto me había salvado de la metralla sin proponérselo, por mera situación en la trinchera, y yo le anticipé la muerte con varias dosis de la morfina que llevábamos con nosotros, una jeringuilla desechable, lista para usar, por soldado. A mí no me dolía la herida en la frente, pero, abundante la hemorragia, me cegaba la sangre apenas la retiraba de los ojos con las manos enguantadas, intensa la cellisca, penetrante el frío del amanecer con el que había llegado el certero obús de racimo.

Entre hielo y cadáveres, todavía desquiciado el pulso, mientras aplicaba puñados de nieve a la brecha, casi de sien a sien el corte, volví a pensar que la guerra no era algo mío. Lo mío era mi nueva familia, las caricias de mi esposa, las primeras palabras inteligibles de mi hija, su vacilante caminar. Me habían enviado al combate poco después de que los dirigentes de la nación concluyeran que nuestros antiguos aliados se habían convertido en una amenaza para el país, por lo que debían ser destruidos. Como si la destrucción no engendrase también ruina en quienes la procuran, como si las guerras no las perdiese siempre el hombre y más aún la mujer. Con todo, busqué la radio para informar, pero estaba tan mutilada y destripada y abrasada y muerta como el sargento que me había salvado la vida.

No amainaba el temporal. Mejor. El enemigo, al norte, no podría ver mi huida hacia el sur; hacia el sur, al otro lado de las montañas, mis seres queridos. Por ellos, por mi esposa y mi hija y mis padres, armado con una simple pistola, abandonado el fusil de asalto donde a los registradores de víctimas les faltaría una baja que muy bien podría haber sido capturada por el adversario, me desprendí del casco y cubrí la cabeza maltrecha con el capuz del abrigo y paso a paso, impulsado por aquel viento gélido que antes, de cara al enemigo, había azotado mi rostro sin cesar, me alejé del frente lo más deprisa que pude, desertor sin cargos de conciencia: la única victoria posible me esperaba en el hogar, no en un embustero tremolar de banderas en el que yo solo vería soldados agonizantes pidiéndome anestésicos.

Mis botas de prófugo, de combatiente harto de balas y bombas, de sufrimientos y sangre y hedores, de ofuscaciones generales, de lucideces amargas, se hundían en la nieve y enseguida advertí que tardaría más de lo previsto en llegar a unos árboles, desdibujados por la tormenta, que divisaba igual de distantes cada vez, como si fueran lémures que se alejaran de mí al avanzar hacia ellos. Pero sabía que tras aquellas sombras burlescas se escondían las montañas, la meta que me había propuesto alcanzar durante la jornada, y ese conocimiento me impidió desfallecer por completo cuando me abandonaba la entereza, cuando me asfixiaba la fatiga y debía detenerme para recuperar fuerzas, chocolate y galletas en la boca y en la memoria reciente la imagen del sargento, mi sulfato de morfina el dulce expirar por congelación en cuanto mis piernas cedieran y me derrumbase sobre el manto muelle que la nieve de varias jornadas seguidas había extendido en el interminable páramo.

De pronto algo más que los árboles en la distancia, otras sombras más nítidas. ¿Los primeros síntomas de mi probable final? ¿La primera alucinación? ¿El frío adueñándose de mi mente, de mi vista?

No, sobre el mediodía sería cuando me cercioré de que las casas de planta baja, perdidas en medio de la nada, eran algo real. ¿Viviendas de compatriotas o de la nación enemiga? Porque la trinchera donde no me había matado el obús estaba muy cerca de la frontera entre los dos países enfrentados por razones espurias para mí, por terquedad de unos y otros, porque de cuando en cuando sale a relucir en los humanos lo peor de nosotros mismos, en el fondo enemistados con la paz duradera, para qué negar la evidencia de que a la larga nos aburre la tranquilidad persistente.

Me deshice del arma y alcé los brazos cuando estimé que ya podrían advertir mi presencia desde aquellas cuatro casas tal vez abandonadas pues no observé humo saliendo de alguna chimenea ni cualquier otra señal que me indicase que pudieran estar habitadas. Mucho mejor si no lo estaban: hallaría refugio en un rincón abrigado sin caer prisionero o sin necesidad de mentir y al día siguiente, con ánimos renovados y acaso con mejor tiempo, proseguiría mi deserción rumbo al hogar, donde nadie me buscaría porque me habría convertido en otro desaparecido en combate.

Nadie por ningún sitio, pero aquel camión detenido allí, en la entrada de la aldea. ¿Un camión de la Cruz Roja? Sí, inconfundibles los emblemas en la cubierta de la caja y en las puertas de la cabina, capaz el ser humano de segar alientos porque sí pero también de salvarlos. Miré, busqué, grité con los brazos en alto y nada, nadie. Solo la cellisca y yo. No podía ser. Llamé a una puerta. Nada. No estaba cerrada con llave. Entré en la casa. Descubrí los cuerpos de tres hombres tendidos en el suelo de una estancia sembrada de escombros, notorios los símbolos rubros en los chalecos de aquellos servidores del bien. Uno de ellos aún vivía. Abrió los ojos cuando le hablé. Su mano en mi mano, expiró sin quejarse ni decirme nada. Otro artefacto bélico, otra ciega explosión, más cadáveres. Salí, me acerqué al camión, examiné la carga. Mantas, medicamentos básicos, alimentos no perecederos. Y en la caja del camión me refugié tras expulsar más desconcierto que orina. Desinfecté la herida, la cubrí con una venda arrollada a la cabeza, comí, bebí, me arropé y era de noche cuando desperté, cuando aparté el toldo con la mano y miré por la pequeña abertura. Podía conducir el camión. No conocía el camino exacto hacia mi hogar, pero me acercaría más rápido a los míos en cualquier vehículo que a pie. Tiempo tendría, cuando estuviera cerca de ellos, de estacionar el camión de la Cruz Roja en algún lugar discreto para que otros se encargaran de esas acciones humanitarias que a veces nos exige la voluble conciencia.

Amaneció, más frío y nieve, y me puse en movimiento. Tuve que entrar en la casa habitada por tres cadáveres para buscar las llaves del camión. Las encontré en el bolsillo de uno de los fallecidos. Conduje hacia el sur, siempre hacia el sur, a escasa velocidad, torpe, inexperto mi pilotaje, y pésimas las condiciones meteorológicas. A punto estuve de salirme varias veces de la carretera, apenas distinguible la calzada de las orillas en muchos tramos. Frené ante la bifurcación sin señalizar. Tomé el ramal que, según me pareció, se adecuaba mejor al destino que yo pretendía, el de la izquierda; a la izquierda las montañas y al otro lado del macizo rocoso mi mujer, mi hija, mis padres. Pronto advertí que me había equivocado, que las curvas me dirigían hacia el norte. Detuve el camión, maniobré para dar la vuelta, para volver a la bifurcación y tomar el otro brazo de la carretera. En plena maniobra estaba cuando me heló la sangre lo que vi de repente, soldados cubiertos de nieve ante el camión. ¿De mi bando o del otro? Poco importaba. La pena por deserción o la captura por el enemigo me impedirían cumplir mi deseo quizá para siempre; adiós, amores, esposa, hija.

Me bajé del camión, alcé los brazos. Y entonces un soldado corrió hacia donde yo estaba parado y se abrazó a mí. Uno de los nuestros. Qué hacía, por qué me abrazaba sin preguntar, por qué lloraba. Pero lo que me aturdió aún más fue lo que vi a continuación: frente a mí, detrás del soldado absurdamente cariñoso, estaba el sargento redivivo, sin amputación alguna, no abrasada la piel y con las tripas en su sitio, pelirroja la barba de varios días, zarca la mirada.

¿No estaría yo muerto también? ¿No estaría soñando que vivía desde un más allá incluso enigmático para los creyentes, para los sobrados de fe? Vivo o muerto, sin apartar los ojos del sargento inmóvil, sin modificar los hechos, detallé mi desventura: la explosión, la masacre, la incomunicación por radio, mi caminata por el páramo, el hallazgo del camión, los tres cadáveres finales en aquella casa medio en ruinas.

¿Me había dicho el voluntario de la Cruz Roja, antes de morir, hacia dónde debía dirigirme con urgencia?

Ante la pregunta del teniente herido, cojo, miré alrededor y solo vi combatientes en mucho peor estado físico que el mío. Permanecían agrupados, a falta de un refugio mejor, en el cráter originado por una bomba.

Sí, respondí, mentí con aplomo por si continuaba vivo, perjudicial en tal caso toda la verdad, la genuina intención que me había guiado hasta allí.

Algunos soldados inspeccionaron la carga del camión y se alborozaron por el contenido de la caja. Un camión que también les valdría para abandonar el cráter y hallar cobijo en la retaguardia.

Por fin se acercó a mí, cabizbajo, el sargento redivivo. Me preguntó por su hermano gemelo.

Respiré aliviado. Aún en este mundo, sí.

Le contesté que me había salvado la vida con su cuerpo. Añadí, por qué no mitigar su dolor, que había muerto como un héroe por la acción, en mis palabras un arrojo ficticio en lugar de la realidad.

Según todos ellos, heridos, famélicos, ateridos, un héroe yo también por mi porfía y diligencia en acudir a socorrerlos.

Así que una medalla para el sargento, a título póstumo, y otra para mí, además del ascenso a cabo.

Adiós, amores, esposa, hija: tengo que volver a la guerra pero al menos he pasado con vosotras unos días, los que ha tardado en curar mi corte en la frente, de recuerdo vuestros besos y una cicatriz considerable.

Espero que el amanecer no nos traiga otro certero obús del enemigo a la trinchera, la misma de la que hui, a mi lado el hermano gemelo del sargento.

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