Revista Literatura

Hechizo

Publicado el 09 enero 2014 por Siempreenmedio @Siempreblog

Violeta asomó la cabeza entre las piernas de su madre bajo un eclipse de luna. Lo hizo en el momento exacto en el que la oscuridad alcanzaba su máximo, a las doce de la noche de un 29 de febrero, en un año que además de bisiesto era también jacobeo. “Será especial”, dijo la partera, sin conocer el alcance exacto de sus palabras.

Su educación fue problemática desde el principio. De hecho, no dijo una sola palabra hasta que entró en el parvulario. Pediatras, logopedas y psicólogos coincidían: “A su hija no le pasa nada. Simplemente no quiere hablar”. La primera vez que se la escuchó fue delante de una caja de ceras, frustrada ante su propia incapacidad de escoger un color: “Son todos demasiado bonitos”, dijo. Y en seguida volvió a un silencio multianual.

Ya en primaria, sus compañeros de patio tuvieron el privilegio de asistir a su segunda frase, que a la larga sería también su favorita. “Soy muy sensible”, escupió de repente, con esa vocecita trémula que conservaría de por vida. Aquellas tres palabras alumbraron por fin la causa de tanto quebranto. Para el profesor Quirkenstein, que había aceptado el caso después de mucho hacerse de rogar, resultaron suficientes. “Síndrome de Stendhal crónico y severo. Hipersensibilidad a los estímulos sensoriales y en especial a los artísticos”, concluyó su informe. Pero el diagnóstico sirvió de poco.

 

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Llegada la adolescencia, comenzaron los desmayos. Bach era particularmente devastador: bastaban cuatro compases de un preludio para tumbarla. Con los cuadros de Turner y de Monet sucedía otro tanto. Y cuando le dio por la poesía, nunca pudo escribir más de diez versos seguidos. Abrumada por la belleza de sus propias palabras, al undécimo renglón levantaba la cabeza y sentenciaba: “Soy muy sensible”. Luego ponía los ojos en blanco y se sumergía otra vez en la inconsciencia, a veces durante tres o cuatro horas.

A Alberto nunca le importó. Se conocieron en el hospital, donde trabajaba como enfermero. Violeta era, como ya suponen, la más reumática en los días de frío y la más asmática en los de calima, así que Alberto acabó por organizar sus guardias según el pronóstico meteorológico. Embriagada de síntomas, a ella nunca le extrañó que siempre estuviera por allí.

En una de sus muchas crisis respiratorias, Alberto se compinchó con un amigo médico para que le firmara el alta justo cuando él acababa su turno. Ese día fueron a una cafetería tranquila y acabaron haciendo el amor con demasiada intensidad, pues el orgasmo la dejó al borde del coma. “No puedo enamorarme de ti” -le espetó al volver en sí- “Soy muy sensible. Mi corazón no lo soportaría”.

Al poco de casarse compraron una casa al borde de una cala deshabitada. Les costó encontrarla, porque necesitaban una zona abrigada, de temperatura constante y donde las olas siguieran siempre unos patrones predecibles. En unos meses los síntomas comenzaron a remitir. Los desmayos se hicieron menos frecuentes, pero para no tentar a la suerte decidieron que solo saldrían de allí los domingos por la tarde. Con los comercios cerrados y las calles vacías, Violeta conseguía tolerar incluso el pueblo más cercano.

Fue en uno de estos paseos furtivos cuando ella recibió la llamada. “Es Amanda” -soltó al mirar la pantalla- “Contesta tú, que soy muy sensible a sus borderías”, le dijo al pasarle el móvil. Un instante de duda en el relevo y el terminal acabó cayendo sobre la acera, con la pantalla por delante. “¡Mi iPhone!”, gritó Violeta con una potencia desconocida. “Como me lo hayas roto te corto los huevos, te arranco los ojos y te los hago tragar crudos”.

Y así, sin esperarlo, sobre la acera quedó roto el hechizo. Desde entonces Violeta es una chica de lo más normal. Amanda es la orgullosa madrina de su primogénito.


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