Compré una botella de vino, una tarrina de helado y fresas. Dejé todo en la habitación del hotel y te esperé en el parque de enfrente. Bajaste del coche, miraste tu móvil y echaste un vistazo a tu alrededor. Mientras, yo te observaba. Llevabas un sencillo vestido blanco y negro, sandalias doradas y bolso blanco de bandolera. Metiste las llaves del coche en él y comenzaste a rebuscar en su interior durante un buen rato. Tuve la sensación de que te inquietabas. No pude por menos que sonreír. Sacaste al fin una libreta y apuntaste algo en ella. En ese momento decidí acercarme a ti. Te pillé desprevenida cuando te agarré de la cintura por detrás y te cogí en volandas. Emitiste una risita inquieta, mezcla de sorpresa y alegría y, cuando te dejé en el suelo, te giraste, te abalanzaste sobre mí y me hiciste tambalear como consecuencia del sonoro beso que me plantaste en la mejilla.
Una señora se cruzó con nosotros e hizo un gesto de desaprobación. Pensé que nada de niña quedaba en ella y sentí cierta pena por aquella mujer. Mi chica era una adolescente con piel madura y arrugas de expresión. Tus patas de gallo marcaban la diferencia entre seguir siéndolo hasta el último aliento o ser como aquella mujer. Bendije cada una de tus arrugas y me prometí contarlas y besarlas mientras comíamos helado en la habitación.
Me contaste cómo te fue el viaje, me limpiaste con tu dedo y saliva la mancha de carmín que dejaron tus labios en mi mejilla y el gesto me pareció tan maternal como sensual. Acto seguido te metiste en el baño y apareciste en ropa interior. Yo estaba sentado en la cama, vestido por completo y con la tarrina de helado en la mano. Sonreíste, te sentaste a mi lado y me plantaste un sonoro beso en los labios.
Todo fue natural.
Cogiste la tarrina, la dejaste en la mesilla y me quitaste la camiseta. Me pediste que me levantara, me desnudaste por completo y me contemplaste durante unos minutos sin pronunciar una sola palabra y sin dejar de sonreír. Acto seguido cogiste de nuevo la tarrina, una cucharilla de plástico y me diste ambas. Te miré con gesto de sorpresa y tú solo añadiste, "come". Han pasado seis meses de aquel primer encuentro y puedo asegurar que la imagen del helado derritiéndose sobre tu piel aún me enciende.
Sigues siendo una niña y todavía me entristecen las personas que ya no recuerdan que lo fueron alguna vez. Cuando nos miran, siento ganas de decirles que prueben el helado sobre la piel de su pareja, pero mi eterna adolescente me frena con una sonrisa cómplice y aniñada.
Hace frío en Madrid y hoy no ha parado de llover. Ya no nos citamos en hoteles pues vivimos juntos desde hace un mes.
Has aparecido en el dormitorio con una cuchara y un bote de Nutella. Has añadido que no hace ya t iempo de helado y que comerás tú primero. Me has mostrado lo que escondes detrás de tu espalda, mientras alargas tu mano y lo cojo. Un bote de leche condensada.
Mi niña, cómo me conoces. Sabes que no me gusta la Nutella.