Nació con todo el carácter que yo habría de heredar. Su vida transcurrió, de forma surrealista, durante el pasado siglo XX aunque su espíritu se correspondía más con el del próximo en llegar.
Sólo acarició dos momentos de suerte en su vida: cuando encontró al hombre que la haría olvidarse del término prejuicio, y cuando nació su única hija, tan parecida a él. Conoció -ya muy cansada- las mieles de convertirse en bisabuela, cuando iba soltando -rabiosa- las bridas de su existencia, entre las lágrimas impotentes de quien se sabe herida de muerte.
Ni la posguerra, ni ninguna de las duras enfermedades que la acosaron en aquellos malos tiempos pudo con ella y su temperamento. Siempre he pensado que la consagración de la vida a un amor, que no le correspondió más que con el abandono temprano de cuidados y responsabilidades, fue lo que determinó su agridulce conducta y -finalmente- su futuro.
-Es el único hombre que yo he querido en mi vida-, la escuchaba decir una y otra vez, mirando con ojos de quinceañera las dos fotos que de él conservaba. No eran necesarias: a partir de su segundo momento de suerte, ya podría admirarlo hasta el fin de sus días en el rostro precioso de su niña. Nada importaría, entonces, que ese hombre se hubiera marchado tan pronto y para siempre, a la capital de las oportunidades… bien lejos del familiar Sur. Nada importaría, entonces, que el celeste de su mirada se cubriera demasiadas veces de agua maldita. Tenía algo suyo. Tenía lo más valioso que una mujer pueda quedarse de un hombre. Y nunca jamás la abandonaría…
Doce años después de su adiós, consciente y sentido como pocos, aún la sigo echando de menos. Aún me gustaría poder visitarla y comprobar -entre risas y peleas- cómo su carácter y su celeste la mantienen viva en esta humilde escribana.
Te quiero, abuela.