La tormenta sobrevino sin aviso, dos horas antes del alba, con el firme propósito de destrozar el universo antes de que el sol asomara por el horizonte. Quizás con el propósito de regocijarse en su labor había oscurecido todo el cielo salvo el espacio reservado a la luna llena, cuya luz vestía las gigantescas olas de un fulgor fantasmal.
El barco bailaba la macabra danza de la muerte con el oleaje, abrazando el viento con tal fiereza que las velas sólo resistieron la primera ascensión a aquella montaña rusa de rabia marina. El casco crujía al sumergirse por completo en el mar y al ser expulsado nuevamente a la superficie. El aturdimiento mantenía al pasaje en el interior agarrado a su propio miedo, que era lo único estable entre tanto caos.
Sólo él osó mantenerse en cubierta luchando contra los elementos, soportando todas las acometidas del viento, la fuerza del agua, haciendo lo imposible por no perder los botes salvavidas.
La sinfonía de quejidos de las cuadernas de la embarcación acabó con una sonora traca de estallidos a lo largo de la nave, y como si se tratara de una señal divina este sonido de muerte y de vías de agua acalló a la tormenta que comenzó a huir del lugar con su propósito destructor cumplido.
Los pasajeros subían atropelladamente a la desvencijada cubierta del barco dónde les esperaba el héroe de camisa escarlata que a gritos les indicaba dónde estaban los tres botes con los que ponerse a salvo del inminente hundimiento.
Aquel valiente no paraba de ir de un lado a otro acomodando personas, soltando amarras, enarbolando su camisa escarlata bajo la luna llena, desafiando a los rayos que buscaban presas fáciles entre el enloquecido pasaje del pequeño crucero “Libertad III”, que tras luchar salvajemente en la tempestad, se hundió dulcemente en la calma, tragado por el oscuro océano dejando en la superficie un reguero de enseres inútiles y una treintena de almas asustadas.
El agua sorprendió a algunos en las barcas de rescate y a otros en mitad del océano. Todos tenían en común el reclamar la ayuda del héroe como si les fuera dos vidas en ello. Y él consiguió salvarlos a todos. Uno a uno. Con sus manos, cargando ancianos, mascotas y recuerdos familiares a sus espaldas, nadando sin asomo de fatiga entre los escombros flotantes de las vidas de los demás.
El único motor de las hazañas de aquel semidiós era tener la certeza de que sería recordado por ser el que venció la furia de los elementos en mitad de la noche: un héroe que salvó la vida de todos.
Con las primeras luces del día, el sol acuna el cansancio de los rescatados y reconforta a los náufragos de sus heridas. Las olas disimulan con dulzura la voracidad de una hora atrás.
Entre murmullos los supervivientes hacen recuento. Están todos. No falta nadie. Hemos logrado burlar a la muerte.
Los botes salvavidas se alejan hacia la costa cercana, envueltos en el silencio que proporciona la fragilidad de saberse nada en mitad del infinito.
Tras de sí sólo dejan bultos de todos los tamaños flotando a la deriva como testigos de una noche que pudo ser aciaga.
Entre los residuos del “Libertad III”, flota un boca abajo un cuerpo olvidado con una preciosa camisa escarlata.