La llamaban puta y no camarera entre dientes, y como ella no se daba cuenta, después se reían. Llevaba un liguero de encaje rojo abrazado a su muslo derecho y unos tacones infinitos. Un corpiño estrechaba su delgado cuerpecito, y saltándome esa parte a la que todos miraban, colgando de su boca, la culpable de mi locura: su sonrisa, enmarcada en aquellos labios rojos. Su peluca blanca no me dice nada de su pelo, aunque seguro que es moreno, por sus cejas. Con el siguiente "puta" me di la vuelta y le pregunté: "¿Te están molestando?". Me dedicó una sensual caída de ojos y negó con la cabeza. Tardó cinco segundos en sacar la pistola de su espalda, y los tipos del bar, no más de seis en darse por muertos.