El Führer escuchaba maravillado la vital sonoridad de la melodía fulminante, maravillosa y solemne de El Maestro Wagner en el Schauspielhaus. Pasajes de esta nobleza eran una de las pocas cosas que, en los últimos tiempos, le continuaban transmitiendo valor, animándole a no ceder a las presiones de capitulación.
La fuerza, los matices vocales, la inconfundible sensibilidad aria en la interpretación de este nuevo Tristán eran, sin lugar a dudas, más que remarcables.
Cuando, desde el Palco Imperial, se calzó los anteojos, su vista cansada se horrorizó al ver, más allá del proscenio, el cromatismo dérmico del joven tenor.
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