
La palabra requiere paciencia.
Vocales y consonantes se abrazan en un baile acompasado, que fluye sin esfuerzo aparente por labios y miradas, en un hechizo hipnótico que denominamos lectura.
La palabra respira, reflexiona sobre sí misma. Se detiene para adquirir sentido, hondura. Los signos de puntuación nos permiten a nosotros, lectores, respirar al unísono con lo escrito. Una simple coma aporta coherencia y armonía.
A esta pausa amable la denominamos belleza. Literatura.
Porque la prosa siempre encierra la intención de asemejarse al verso, al que envidia su música. Por ello la palabra exige respeto, mesura y cuidado.
Y cuidar la palabra es cuidarnos a nosotros mismos; porque de palabras estamos hechos.
Por eso duele tanto y tan hondo encontrarse diariamente con este sinsentido:
"El Mundo’ está en venta, pero el problema es que a excepción de los bancos liderados por Moncloa, nadie quiere comprar Unidad Editorial. La semana pasada la asamblea de los trabajadores rechazaba el paquete de recortes con valor de 13 millones de euros, paralizando la ampliación de capital de su dueño RCS Mediagroup que en teoría le entregaría a la compañía, la liquidez y el respiro necesario para funcionar con lo que queda del año"
Está escrito por la redacción de un periódico digital español. Hace dos días.
Me alarma el desprecio hacia la palabra en el periodismo, que se nos niegue una puntuación respetuosa con el lector y con el verbo.
Este texto, se lo aseguro, no es una excepción. Comienza a ser la norma.
Las palabras se pierden en frases faltas de sentido, se quedan huérfanas de pausa. De ritmo.
Es una absoluta afrenta contra nuestra identidad como hijos del logos. Es un escándalo que, por cotidiano, no deja de herirnos en lo más hondo. En lo que somos.
Cuidar la palabra es responsabilidad de todos, porque no hay herencia más importante. Sin la palabra no adivino futuro posible. Estamos tan pendientes de lo inmediato, de lo accesorio, que descuidamos lo esencial. Lo imprescindible.
Y diariamente leemos textos como el propuesto sin apenas darnos cuenta. El oprobio, por repetido, pasa desapercibido.
Pero todos nos empobrecemos de a poco embadurnados de mediocridad. Porque, si de palabras nos hacemos a diario, tal ignominia nos hiere calladamente.
Cuando queramos darnos cuenta, a no tardar, no habrá palabras con las que defendernos. La palabra habrá muerto ahogada por la prisa. Nos habrá abandonado.
En los titulares y escuetos mensajes de móviles y twiters una generación entera viste su alma, su consciencia, con harapos. La fastuosidad tecnológica esconde tras sus fuegos de artificio una nada aterradora. Un vacío.
Y fiaremos al corrector ortográfico del Word la defensa de lo que somos: animales que hablan, escriben, escuchan y leen.
Hijos de la palabra.
Antonio Carrillo