Ayer viví un día insólito en mí. Por la mañana fui -¿a mi última boda? -que empezó a la 13 horas y a las 20 cuando todavía no había llegado el pastel de novios tuve que marcharme para asistir a una cena sorpresa para una pareja que la enfermedad se ha cebado en uno de ellos.
La boda fue de alto copete con 600 invitados, "el todo Barcelona de los negocios" con nobleza y guardaespaldas incluidos. Aunque les gustaría saberlo no les diré detalles de los hombres asistentes fácilmente reconocibles acompañados de sus empameladas parejas. Yo iba de la parte "trabajadora" como amigo del padre del novio, médico excelente, mejor persona y ejemplo de luchador frente a la adversidad en la enfermedad. Como saben soy reacio a las bodas, casi alérgico, y cuando me pidió que asistiera le pedí dos días para pensármelo aunque al final pronuncié el "sí, quiero". En el hospital suelo comer a las 13 horas y ayer el primer plato lo servían hacia las cuatro de la tarde. Pero eso no es lo importante sino el homenaje que rindieron la miríada de hermanos de la novia y sus padres con una muestras de cariño y unión ejemplar; no era un montaje de cara a la galería.
Sin probar el postre aterricé en un pequeño local del barrio de Gracia junto con unos 30 asistentes, en el que otros hijos ejemplares de 24, 22 y 20 años habían organizado una fiesta sorpresa a sus padres, que llegaron completamente engañados gracias a la sagacidad de la hija mayor, para alegrar a sus padres del calvario que están sufriendo desde hace dos años. Fue una emoción diferente; y en ambas los hijos y hermanos fueron los protagonistas de la unión familiar verdadera.