Conocí a un tipo que basaba su discurso en los documentales del Canal de Historia que veía a través de la tele por cable local. Acompasaba las situaciones y llevaba las conversaciones hacia la producción en cadena de Henry Ford o los empalamientos de Vlad Tepes. La estación citada era su oráculo y ante cualquier discusión la nombraba como origen fetén de su sapiencia. El problema era que había veces que confundía los reportajes y, sobre todo, los personajes. Una vez viniendo de Toledo hacía Tomelloso, al ver el indicador de Orgaz que había en Mora, me informo de la maldad del conde de la citada villa, némesis, por lo visto, de los Reyes Católicos y autor de las más horrendas perrerías a los habitantes de su condado. Hizo un pastiche entre la historia del cuadro de El Greco, las guerras de Banderías, las torres mochas, los siervos de la gleba y la Guerra de las Dos Rosas. Creo que metió en el mismo episodio a nuestro egregio compatriota don Baldomero Espartero, príncipe de Vergara, duque de la Victoria, etcétera. Ante mis indicaciones a su error, respondió:
—Lo he visto en el Canal de Historia.
Anulando cualquier posibilidad de error por su parte.
La ignorancia es atrevidísima.
Usaba toneladas de laca, Nelly, cualquier otra no valía para darle a su cerrita esa pastoso acabado que él buscaba. Tenía menos dientes que una gallina. Explicaba que tenía las encías mochas por haber comido muchas pipas con sal en su mocedad. Desarrollaba la teoría, vamos, aclamaba el axioma, de que el cloruro sódico que acompañaba a las semillas en su preparación comercial había actuado con su dentición cual una lija de grano grueso.
Nunca tenía dudas de sus opiniones.
Daba consejos, oliendo a Varon Dandy y a farias apagado, a personas exentas de vida.
El mundo está lleno de ellos. Se fabrican un argumentario con lo que sacan de la televisión y de las tertulias, oídas a medias, de la radio. Aprenden a usar cuatro palabras recurrentes y de moda, evento, infraestructura, tolerancia, mercado con las que sazonan su oratoria. Epatan a sus familiares más cercanos y menos (si acaso fuese posible) letrados. Se sienten importantes criticando todo.
El conocimiento de este tipo me trajo la ruina. Pero me he sentado en la puerta de mi casa a esperar ver pasar su cadáver.
*
El sábado por la noche asistimos en la plaza de España de Tomelloso a un concierto organizado por la Asociación Guillermo González con motivo de las ferias y fiestas. La Orquesta Lutetia de París dirigida por Alejandro Sandler, actuando como solista Ana Pozuelo, pianista tomellosera afincada en la ciudad de la luz, interpretaron maravillosamente un entretenido programa.
La plácida trasnochada acompañaba a recibir el necesario alimento espiritual, pero como tantas veces reitero, leal lector, la tentación no descansa, siempre dispuesta a ensombrecer cualquier plácido momento y sobre todo cuando este es gratis. Tras entregarnos el programa, una cercana co-asistente y, se conoce, entendida en música y etiqueta ad-hoc, comentó que al no indicar en el citado billete los movimientos de cada pieza, el respetable se iba a lanzar a aplaudir en cualquier pausa, contraviniendo los usos de los asistentes a conciertos de este tipo de música. Servidor, aficionado musical pero poco ortodoxo en los modos de los recitales, pensó e incluso llego a exponer, que el público es soberano y respetable y, por tanto, podrá aplaudir cuando le venga en gana y que a un acto como en el que nos encontrábamos, se va a disfrutar y no a estar preocupado por como y donde se ha de aplaudir.
Nada más empezar el concierto, estaba sonando la Spring Song de Sibelius, a un conocido señor mayor le sonó el teléfono móvil. Contestó y como el interlocutor no le oía por el volumen de la orquesta, el hermano quedó a gritos a las doce y media en reunirse con quien estaba al otro lado de la línea. Se levantaron para irse, iba acompañado de su mujer, pero ella conoció a una compañera de nuestro grupo y le preguntó a voz en grito por una anciana tía.
El reloj del ayuntamiento cada cuarto de hora daba los cuartos. A las doce de la noche, con un soniquete previo como el del Big Ben, tañó doce campanadas, rematando con un par de estrofas del himno a Tomelloso del maestro Echevarría Bravo, dándole a la Pavana de Fauré un enfoque distinto, más de fusión. Servidor en su modestia no entiende como siendo electrónico el reloj de las casas consistoriales no hubo nadie al tanto de desconectar, al menos, el sonido del mismo.
Tras acabar la citada composición y mientras el respetable aplaudía con ahínco a pesar de las interferencias carilloneras, una señora detrás se puso a gritar que no aplaudiésemos.
—¿Por qué señora? —le dije, al ver la puerta abierta de un frondoso jardín.
—Porqué no ha acabado.
—¿El qué?
—La pavana.
—Hace media hora. —le dije con sorna.
—¡Pues no ha acabado! —insistió
—¡La pieza ha terminado señora! —cuando me pongo, no cejo.
Afortunadamente el director dejó la tarima para refrescar.
—Me he confundido. —dijó la señora.
La musical velada acabó sin más sobresaltos, salvo las voces de los clientes de la cercana terraza, con gran éxito y haciendo que los músicos bisaran dos piezas.
El programa fue: Spring Song de Sibelius, Noches en los jardines de España de Falla, una danza de Granados tocada por la pianista, la mentada Pavana de Fauré, la Rapsodia Somerset de Holst y las Danzas de Estancia de Ginastera, De propina repitieron el Malambo de Ginastera y la Spring Song.