Esta historia que os voy a contar es como la fábula de una hache que no quería ser muda, de una flor que no quería ser hermosa, de una nube que no quería ser oscura, de una coliflor que aborrecía no ser sabrosa. Nuestro relato se remonta al pasado domingo. Como en todo, como en nada, en una buena historia sucede que tu atención es atraída por el elemento más infructuoso o aparentemente menos notable. Las manecillas del reloj de la estación se acercaban desafiantes hacia el voluminoso contorno del número siete. Podría relataros todo un mundo desprendido de aquel insulso cronógrafo, su dudosa procedencia, su impreciso presente, su podrido pasado, y su prolongado y tedioso futuro en el que marcaría repentinos encuentros, adioses enlagrimados, ácidas esperas, retrasos voluntarios, aquel repiqueteo de las horas que se acompasa al vals de los corazones solitarios desahuciados en la lóbrega estación, y por qué no, también marcaría la vida. Tu vida. O la mía. Podría hablar por aquella máquina y contarte cómo de sucio es su trabajo. Lo bajo que es contar la muerte, contar la vida, contar las respiraciones, los suspiros, las inhalaciones que se van sucediendo, como pasos irreversibles hacia un lóbrego andén de incertidumbre en el que no sabes si algún tren llegará a tiempo para recogerte, o si tal vez no arribará jamás. Pero esta no es su historia. No es la suya. Es la de él. La de un rizo que no quería ser rizado. Son las memorias que relatan los quebraderos de cabeza de un rizo azabache en un enorme cogote nómada que no le comprendía. Se sentó delante de mí, en aquel autobús desgastado por el paso de las almas errantes en un mundo de escasa suerte para la fortuna y gran viabilidad para la fatalidad. Se desabrochó torpemente su raída Hackett que le confería un aire mod de los sesenta, mientras llevaba a cabo intentos frustrados por colocar su maleta en el tercer estante plomizo. Finalmente, se dejó caer con pesadez sobre aquel asiento que ya había acogido a muchos otros desde hacía ya una década. Éste, ya estaba acostumbrado a sopesar sus penas con aquellas adopciones esporádicas y la calidez que le ofrecían los usuarios con sus profundos sueños de carretera. Ya era como una madre para aquel que requiriera de sus servicios. Estaba yo divagando sobre el supuesto amor filial del sillón de autobús para con el viajero, cuando lo vi. Tan perfecto, tan curvo, tan brillante. El rizo. Una cana lo rodeaba elegantemente, semejando un regalo cuidadosamente envuelto esperando a ser recibido, o un abrazo acaparador sutilmente ofrecido. Qué historia tendría que contar aquel conglomerado de cabellos ondulados. Probablemente hubiesen conocido más que su propio dueño, alejado de la realidad por medio de unos flamantes Strokes que retumbaban en sus oídos. Pero eso jamás lo sabremos. El rizo será cortado antes de poder relatar los entresijos de los crímenes de los que ha sido testigo, de delatar a aquel spray que le salvó la existencia cuando aquel maquiavélico piojo pretendía hacer gala de sus dotes de arquitectura y procreación a sus pies. Un rizo que jamás será liso, que no se reunirá con sus compañeros del fondo sur hasta después de ser talado, que no será testigo del crecimiento de sus nietos cada vez más envejecidos. Un rizo que deseaba ser teñido de azul, para darle un aire más vanguardista a aquel humano enclenque y pordiosero que lo portaba. Un rizo que nunca será llamado a exponer sus ideas sobre el repoblamiento capilar. Un rizo que callará como lo hicieron otros muchos. Y mientras el rizo calle, los problemas de alopecia continuarán. Porque no hay rizo que hasta ahora se haya atrevido a ejecutar sus planes. Porque no hay rizo que acabe con la calvicie. Ana Esther