Revista Literatura

Historia de una ilusión. (1ª Parte).

Publicado el 22 diciembre 2013 por Marga @MdCala

   Conocí a Matilde una de esas mañanas que mi perro Bony me llevaba a pasear al parque. No, no me equivoco: mi mejor amigo me colocaba su correa en la mano y acto seguido tiraba con fuerza para que él pudiera satisfacer sus necesidades diarias, con el trote y el galope que su instinto le ordenaba y yo debía seguir sin remedio. Afortunadamente, ese afán en la carrera que conseguía hacerme volar a través de acerados, valles y prados urbanos, como si de una cometa humana me tratara, hizo que casi chocara con el banco en el que una señora de magnífica edad y mejor presencia, se encontraba sentada dando de comer a las palomas.

   Transcurría el mes de octubre, y las hojas granas y sepias ya se dejaban caer alfombrando los numerosos caminos del parque Infanta Elena, en Sevilla. Un gran pulmón periurbano que con el paso de los días se convertiría en el escenario de las íntimas conversaciones entre Matilde y yo. Nuestra diferencia de edad –mi amiga mayor contaba con 75 valiosos años, mientras que yo sólo tenía 30- no suponía obstáculo alguno para nuestras frecuentes confidencias y susurros. Jamás hasta entonces había conocido a una persona de su edad con el espíritu, la ilusión y la confianza que prometían los claros ojos de Matilde. Cuanto más la escuchaba, mayor admiración y simpatía iba sintiendo por aquella mujer de cuidado aspecto y eterna sonrisa. ¡Y pensar que todo se lo debía a mi perro!

   -¡Oh, discúlpeme señora! ¡Este animal es imposible! Debe andar corto de vista, porque quiere continuar su camino sin esquivar este banco, las palomas, las migas de pan… ¡Y a usted, claro! ¡Tiene más fuerza que yo misma! ¡Casi me tira encima suya!

   -Buenos días, muchacha. No te preocupes. Es un bonito perro el tuyo… ¿Cómo se llama? Yo estoy poniendo nombre a las palomas, a todas, pero mi preferida es esa tan perfecta y tan blanca con el piquito rojo. ¿La ves? Se llama Mariquita.

   No pude evitar soltar la correa del perro, y sentarme en el banco junto a aquella mujer que reunía en torno a sí una docena de aves agradecidas. Sin duda Mariquita era la más bella de todas, y la que más confianza se tomaba con su benefactora, acercándose y permitiendo el contacto sin problemas. Aquella paloma era muy especial, y ahora con el tiempo, pienso que también era un precioso regalo del destino. Como Matilde lo sería para mí.

   -Mi nombre es Cristina, señora. Si no le importa, me sentaré con usted mientras Bony me lo permite… ¡Le aseguro que en cuanto termina, tengo que correr para seguirlo hasta mi casa! ¿Y usted se llama…?

   -Matilde, para servirte. Me parece muy bien, mi niña. Quédate un rato y te contaré por qué esa paloma lleva un nombre tan femenino y bonito como ella. ¿Tienes curiosidad?

   La sonrisa y la ilusión que reflejaban sus ojos celestes no me permitió excusarme con inminentes prisas o aburridos quehaceres. Intrigada, asentí sin pronunciar palabra, y a los pocos segundos, Matilde ya me contaba su infancia plagada de necesidades, tanto como de esperanzas. Así, mientras mi perro olisqueaba los distintos árboles del parque y las palomas daban buena cuenta de los trozos de pan duro, mi amiga mayor comenzó su relato…

   -Verás, Cristina, yo nací en el 35, así que me tocó sufrir en mis primeros años toda la guerra civil, junto a mi madre y mi abuela, en un matriarcado obligado por las circunstancias… No tuve hermanos, pues el destino quiso que la deseada familia numerosa hubiera de formarla por mí misma, unos cuantos años después. Tengo cuatro hijos: dos varones y dos hembras. Ellos tienen ahora su vida y así debe ser, además, pero una echa en falta esas charlas con los niños, que más provecho me hacían a mí que a ellos, que ¡pobres! apenas podían disimular en ocasiones el aburrimiento. ¡Cuántas veces les habré contado la misma historia! Somos muy pesados los viejos, Cristina.

   -¡En absoluto! Siga contándome, por favor…

   -Gracias, cielo. A ver, ¿por dónde iba? ¡Ah sí, te hablaba de mi infancia, tan mísera…! Es que la guerra y la posguerra, que fue aún peor, nos dejó sin nada más que unas cartillas de racionamiento, el “traspelo” que decía mi madre, y un ditero para quien quisiera permitirse algo más. ¡Al pobre hombre no le pagaba nadie: todos se escondían cuando llegaba dando voces por las casas! Es como si lo estuviera viendo, con su gorra gris y el hombro cargado de telas para vender. Yo lo observaba a través de esos mismos visillos que antes le comprábamos y luego le debíamos… ¡Comer a diario era lo primero, chiquilla! Pero seguro que estas batallitas ya las habrás escuchado por boca de tus propios abuelos, o tus padres, tal vez. ¿Estás segura de que quieres que siga?

   -¡Por supuesto! Continúe, por favor. Es muy interesante y usted lo cuenta de maravilla. ¡Ojalá Bony necesite hoy más tiempo para corretear! No quisiera tener que irme tan pronto.

   Matilde volvió a clavarme sus luminosos y gastados ojos en los míos, ahora llenos de curiosidad, para proseguir su historia que, lejos de resultar triste, guardaba una ilusión muy íntima relacionada con un regalo digno de Reyes…

   -De acuerdo. Siempre pensé que contar con un padre que nos cuidase y trajera un sueldo a casa hubiera sido estupendo, pero no llegué a conocerlo, y mi abuela y yo debíamos conformarnos con la pequeña paga que mi madre traía de la fábrica, que apenas daba para lo imprescindible. Fíjate que a mí me gustaba aquel lugar porque el día 6 de Enero, Fiesta de Reyes, todos los hijos de los empleados menores de doce años, estábamos invitados a recoger los regalos que sus Majestades habían dejado la noche anterior. Cada año era lo mismo: para las niñas, una muñeca con un gorrito que dejaba asomarse el único pelo que portaba, el del flequillo. ¡Si se lo quitabas, la dejabas calva! Y además era de cartón, de modo que al primer lavado -yo era muy limpia- te quedabas sin ella. También nos correspondía una cajita de acuarelas que no pintaban, y un bordador de madera con una muestra mínima de hilos de colores.

   -¿Y en su casa le dejaban algo los Reyes…? Imagino que estaría la cosa complicada, Matilde.

   -¡Complicadísima! Los Reyes aprovechaban -también cada año- para traerme la maleta del colegio, unos lápices pequeñitos de colores y un cuaderno para pintar mis dibujos, algo que yo recibía con el mayor agradecimiento y disimulo de que me sentía capaz… Sabía que esas pocas cosas ya habían supuesto un esfuerzo a los Magos, y me daba por satisfecha. Un año se me ocurrió pedir un carrito para pasear la muñeca, pero se equivocaron y me trajeron una cestita. Mi madre, consciente de mi mal camuflada decepción, la llevó a una carpintería cercana para que le pusieran ruedas y un par de bastones de madera con que llevarla.

   -¿Y resultó la enmienda?

   -¡Claro que no! –rió divertida Matilde-. Aquello fue un despropósito total, pero nunca olvidaré ese gesto de mi madre intentando arreglar el despiste de los Reyes Magos. ¡Cuánto la pude querer! Aunque mi verdadera ilusión siempre fue una… ¡Ay! Ahora te contaré lo que tantas veces he relatado a mis hijos. A pesar de saber que era imposible, año tras año escribía su nombre en la carta, Cristi. Año tras año…
(Continuará…)


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