Revista Literatura

Historia de una ilusión.

Publicado el 05 enero 2015 por Marga @MdCala

Para mi madre, Isabel Bravo.

Conocí a Matilde una de esas mañanas que mi perro Bony me llevaba a pasear al parque. No, no me equivoco: mi mejor amigo me colocaba su correa en la mano y acto seguido tiraba con fuerza para que él pudiera satisfacer sus necesidades diarias, con el trote y el galope que su instinto le ordenaba y yo debía seguir sin remedio. Afortunadamente, ese afán en la carrera que conseguía hacerme volar a través de acerados, valles y prados urbanos, como si de una cometa humana me tratara, hizo que casi chocara con el banco en el que una señora de magnífica edad y mejor presencia, se encontraba sentada dando de comer a las palomas.

Transcurría el mes de octubre, y las hojas granas y sepias ya se dejaban caer alfombrando los numerosos caminos del parque Infanta Elena, en Sevilla. Un gran pulmón periurbano que con el paso de los días se convertiría en el escenario de las íntimas conversaciones entre Matilde y yo. Nuestra diferencia de edad –mi amiga mayor contaba con 75 valiosos años, mientras que yo solo tenía 30- no suponía obstáculo alguno para nuestras frecuentes confidencias y susurros. Jamás hasta entonces había conocido a una persona de su edad con el espíritu, la ilusión y la confianza que prometían los claros ojos de Matilde. Cuanto más la escuchaba, mayor admiración y simpatía iba sintiendo por aquella mujer de cuidado aspecto y eterna sonrisa. ¡Y pensar que todo se lo debía a mi perro!

-¡Oh, discúlpeme señora! ¡Este animal es imposible! Debe andar corto de vista, porque quiere continuar su camino sin esquivar este banco, las palomas, las migas de pan… ¡Y a usted, claro! ¡Tiene más fuerza que yo misma! ¡Casi me tira encima suya!

-Buenos días, muchacha. No te preocupes. Es un bonito perro el tuyo… ¿Cómo se llama? Yo estoy poniendo nombre a las palomas, a todas, pero mi preferida es esa tan perfecta y tan blanca con el piquito rojo. ¿La ves? Se llama Mariquita.

No pude evitar soltar la correa del perro, y sentarme en el banco junto a aquella mujer que reunía en torno a sí una docena de aves agradecidas. Sin duda Mariquita era la más bella de todas, y la que más confianza se tomaba con su benefactora, acercándose y permitiendo el contacto sin problemas. Aquella paloma era muy especial, y ahora con el tiempo, pienso que también era un precioso regalo del destino. Como Matilde lo sería para mí.

-Mi nombre es Cristina, señora. Si no le importa, me sentaré con usted mientras Bony me lo permite… ¡Le aseguro que en cuanto termina, tengo que correr para seguirlo hasta mi casa! ¿Y usted se llama…?

-Matilde, para servirte. Me parece muy bien, mi niña. Quédate un rato y te contaré por qué esa paloma lleva un nombre tan femenino y bonito como ella. ¿Tienes curiosidad?

La sonrisa y la ilusión que reflejaban sus ojos celestes no me permitió excusarme con inminentes prisas o aburridos quehaceres. Intrigada, asentí sin pronunciar palabra, y a los pocos segundos, Matilde ya me contaba su infancia plagada de necesidades, tanto como de esperanzas. Así, mientras mi perro olisqueaba los distintos árboles del parque y las palomas daban buena cuenta de los trozos de pan duro, mi amiga mayor comenzó su relato…

-Verás, Cristina, yo nací en el 35, así que me tocó sufrir en mis primeros años toda la guerra civil, junto a mi madre y mi abuela, en un matriarcado obligado por las circunstancias… No tuve hermanos, pues el destino quiso que la deseada familia numerosa hubiera de formarla por mí misma, unos cuantos años después. Tengo cuatro hijos: dos varones y dos hembras. Ellos tienen ahora su vida y así debe ser además, pero una echa en falta esas charlas con los niños, que más provecho me hacían a mí que a ellos, que ¡pobres! apenas podían disimular en ocasiones el aburrimiento. ¡Cuántas veces les habré contado la misma historia! Somos muy pesados los viejos, Cristina.

-¡En absoluto! Siga contándome, por favor…

-Gracias, cielo. A ver, ¿por dónde iba? ¡Ah sí, te hablaba de mi infancia, tan mísera…! Es que la guerra y la posguerra, que fue aún peor, nos dejó sin nada más que unas cartillas de racionamiento, el “traspelo” que decía mi madre, y un ditero para quien quisiera permitirse algo más. ¡Al pobre hombre no le pagaba nadie: todos se escondían cuando llegaba dando voces por las casas! Es como si lo estuviera viendo, con su gorra gris y el hombro cargado de telas para vender. Yo lo observaba a través de esos mismos visillos que antes le comprábamos y luego le debíamos… ¡Comer a diario era lo primero, chiquilla! Pero seguro que estas batallitas ya las habrás escuchado por boca de tus propios abuelos, o tus padres, tal vez. ¿Estás segura de que quieres que siga?

-¡Por supuesto! Continúe, por favor. Es muy interesante y usted lo cuenta de maravilla. ¡Ojalá Bony necesite hoy más tiempo para corretear! No quisiera tener que irme tan pronto.

Matilde volvió a clavarme sus luminosos y gastados ojos en los míos, ahora llenos de curiosidad, para proseguir su historia que, lejos de resultar triste, guardaba una ilusión muy íntima relacionada con un regalo digno de Reyes…

-De acuerdo. Siempre pensé que contar con un padre que nos cuidase y trajera un sueldo a casa hubiera sido estupendo, pero no llegué a conocerlo, y mi abuela y yo debíamos conformarnos con la pequeña paga que mi madre traía de la fábrica, que apenas daba para lo imprescindible. Fíjate que a mí me gustaba aquel lugar porque el día 6 de Enero, Fiesta de Reyes, todos los hijos de los empleados menores de doce años, estábamos invitados a recoger los regalos que sus Majestades habían dejado la noche anterior. Cada año era lo mismo: para las niñas, una muñeca con un gorrito que dejaba asomarse el único pelo que portaba, el del flequillo. ¡Si se lo quitabas, la dejabas calva! Y además era de cartón, de modo que al primer lavado -yo era muy limpia- te quedabas sin ella. También nos correspondía una cajita de acuarelas que no pintaban, y un bordador de madera con una muestra mínima de hilos de colores.

-¿Y en su casa le dejaban algo los Reyes…? Imagino que estaría la cosa complicada, Matilde.

-¡Complicadísima! Los Reyes aprovechaban -también cada año- para traerme la maleta del colegio, unos lápices pequeñitos de colores y un cuaderno para pintar mis dibujos, algo que yo recibía con el mayor agradecimiento y disimulo de que me sentía capaz… Sabía que esas pocas cosas ya habían supuesto un esfuerzo a los Magos, y me daba por satisfecha. Un año se me ocurrió pedir un carrito para pasear la muñeca, pero se equivocaron y me trajeron una cestita. Mi madre, consciente de mi mal camuflada decepción, la llevó a una carpintería cercana para que le pusieran ruedas y un par de bastones de madera con que llevarla.

-¿Y resultó la enmienda?

-¡Claro que no! –rió divertida Matilde-. Aquello fue un despropósito total, pero nunca olvidaré ese gesto de mi madre intentando arreglar el despiste de los Reyes Magos. ¡Cuánto la pude querer! Aunque mi verdadera ilusión siempre fue una… ¡Ay! Ahora te contaré lo que tantas veces he relatado a mis hijos. A pesar de saber que era imposible, año tras año escribía su nombre en la carta, Cristi. Año tras año…

Bony –con el hocico lleno de tierra- se acercó a mis rodillas justo en ese instante, empujando mi mano en clara señal de fin del paseo. Quería que le colocase de nuevo la correa para poder tirar de mí y llevarme a casa, que ya era hora de recogerse… De modo que no me quedó otra que despedirme de esa mujer que ya era íntima amiga mía, no sin antes hacerle prometer que al día siguiente me esperaría allí mismo para seguir contándome su historia. Matilde asintió complacida y sonriente, y yo me fui satisfecha. “Una señora deliciosa”, pensé camino de casa mientras volaba de mano de mi impaciente can… ¡Qué ganas tenía de que amaneciera otra vez!

A las ocho de la mañana de un soleado martes de octubre, era yo quien ya buscaba a Bony para colocarle la correa y dirigirnos al parque para saber cómo terminaba el relato de Matilde y, de paso, averiguar por qué aquella paloma en concreto se llamaba Mariquita… Nada más acceder al recinto vallado, observé a mi amiga sentada en el mismo banco del día anterior, sonriéndome en la distancia y saludándome con la mano. Su vista, pese a la edad, seguía siendo excelente. Su memoria y su fe en la vida, también.

-¡Buenos días, Matilde! ¡Ya estamos aquí para que me cuente usted el final de su historia con los Reyes Magos! Dígame… ¿Cuál era la ilusión que siempre tuvo de niña? ¿Qué nombre escribía usted cada año en su carta? –pregunté soltando al perro y centrándome en la mirada casi infantil de la mujer. Como era de esperar, volvía a estar rodeada de palomas picoteando sus migas de pan.MP50124m

-Mi mayor deseo y el de todas las demás niñas de mi época, no era otro que la muñeca Mariquita Pérez. ¿Has oído hablar de ella? Era realmente preciosa, tenía los ojitos azules y almendrados, la nariz chata y la boquita como un piñón grana. Su pelo oscuro y lleno de tirabuzones iba tocado por un sombrerito a juego con su vestido. Recuerdo concretamente a una que observábamos mis amigas y yo, en el escaparate de una tienda muy exclusiva, fuera de todo alcance… Esa muñeca que conseguía pegarnos nariz y boca al cristal que la separaba de nosotras, vestía de rojo y blanco, a rayas, y llevaba una rebequita a conjunto, zapatos de charol y calcetines blancos. Era tan linda, Cristina… ¡Por eso le puse su nombre a mi paloma favorita! Me la recuerda mucho, mi niña.

-¿Y nunca pudo tenerla usted, Matilde?

-No. Nunca. –contestó girando el rostro a una tristeza que me conmovió profundamente. Me arrepentí al momento de hacer la pregunta, pero ya era tarde. Intenté cambiar de tema, pero ella quería seguir hablando de su muñeca ausente.

-La amiga de mi prima Mercedes sí la consiguió. Era una niña bien, ya sabes. Y un día nos invitó a verla a su casa. Recuerdo que nos la enseñó pero no nos permitió tocarla. ¡Cosas de crías! Por fortuna esa época gris pasó y ahora la mayoría de los niños tienen sus regalos y pueden disfrutarlos en paz. Aunque te contaré algo…

Mi amiga mayor me hizo un gesto con su dedo índice, de acercamiento, que consiguió devolvernos la sonrisa y el buen humor a ambas. Iba a contarme un pequeño secreto.

-No pierdo la esperanza, Cristina. Aunque ya no escribo cartas, porque ahora es el tiempo de mis nietos, continúo pidiéndoles a los Reyes Magos que la Mariquita de mis sueños adorne mis zapatos el 6 de Enero… ¡Es una tontería de vieja, claro! ¿Pero y si me escuchan? La ilusión, querida niña, no debemos abandonarla jamás. Recuérdalo siempre, cariño. Nunca menosprecies la ilusión.

Tras ese día de confesiones infantiles, seguí viendo con asiduidad a Matilde, en el parque y también en alguna cafetería de la zona, donde quedábamos como buenas y peculiares amigas a merendar, y a contarnos qué tal nos había ido la semana. Adoraba a esa mujer tan especial, y la eché de menos la mañana del siguiente 6 de enero cuando Bony me acercó a nuestro banco de costumbre, en el Infanta Elena. Me asusté pensando que tal vez le hubiera pasado algo. Me asusté tanto como cuando perdí a mi madre, siendo yo niña. Bloqueada como entonces, decidí llamarla por teléfono al volver a mi apartamento.

Una voz de hombre joven respondió al otro lado. Y a los pocos segundos ya estaba hablando con mi amiga, que con la voz entrecortada por la emoción pero loca de alegría, no atinaba a contarme lo que había sucedido en su casa.

-¡Cristina, mi niña! ¡Han sido los Reyes, cariño, los Reyes! ¡La muñeca, al fin tengo la muñeca! ¿Recuerdas mi historia…? ¡La tengo en las manos! ¡Oh, Cristina, es tan bonita! ¡Es como la que recordaba del escaparate! Mis hijos están aquí conmigo, benditos sean… ¡Estoy tan contenta! ¿Qué te dije sobre lo de no perder la ilusión, querida? ¿Qué te dije?

Han pasado muchos años desde entonces, y mi añorada amiga mayor se fue a hacer compañía a mi madre, a la que tanto me recordaba, dejándome un valioso equipaje de recuerdos, emociones, consejos, positividad y buen humor, y enseñándome que -en el fondo- no somos sino esos niños que una vez escribieron cartas a los Reyes Magos con toda la ilusión del mundo… En su honor, estoy comprometida a conservarla intacta hasta el final.

Su muñeca, que me mira desde la inocencia de sus ojos claros, velará porque así sea.


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