Bony –con el hocico lleno de tierra- se acercó a mis rodillas justo en ese instante, empujando mi mano en clara señal de fin del paseo. Quería que le colocase de nuevo la correa para poder tirar de mí y llevarme a casa, que ya era hora de recogerse… De modo que no me quedó otra que despedirme de esa mujer que ya era íntima amiga mía, no sin antes hacerle prometer que al día siguiente me esperaría allí mismo para seguir contándome su historia. Matilde asintió complacida y sonriente, y yo me fui satisfecha. “Una señora deliciosa”, pensé camino de casa mientras volaba de mano de mi impaciente can… ¡Qué ganas tenía de que amaneciera otra vez!
A las ocho de la mañana de un soleado martes de octubre, era yo quien ya buscaba a Bony para colocarle la correa y dirigirnos al parque para saber cómo terminaba el relato de Matilde y, de paso, averiguar por qué aquella paloma en concreto se llamaba Mariquita… Nada más acceder al recinto vallado, observé a mi amiga sentada en el mismo banco del día anterior, sonriéndome en la distancia y saludándome con la mano. Su vista, pese a la edad, seguía siendo excelente. Su memoria y su fe en la vida, también.
-¡Buenos días, Matilde! ¡Ya estamos aquí para que me cuente usted el final de su historia con los Reyes Magos! Dígame… ¿Cuál era la ilusión que siempre tuvo de niña? ¿Qué nombre escribía usted cada año en su carta? –pregunté soltando al perro y centrándome en la mirada casi infantil de la mujer. Como era de esperar, volvía a estar rodeada de palomas picoteando sus migas de pan.
-Mi mayor deseo y el de todas las demás niñas de mi época, no era otro que la muñeca Mariquita Pérez. ¿Has oído hablar de ella? Era realmente preciosa, tenía los ojitos azules y almendrados, la nariz chata y la boquita como un piñón grana. Su pelo oscuro y lleno de tirabuzones iba tocado por un sombrerito a juego con su vestido. Recuerdo concretamente a una que observábamos mis amigas y yo, en el escaparate de una tienda muy exclusiva, fuera de todo alcance… Esa muñeca que conseguía pegarnos nariz y boca al cristal que la separaba de nosotras, vestía de rojo y blanco, a rayas, y llevaba una rebequita a conjunto, zapatos de charol y calcetines blancos. Era tan linda, Cristina… ¡Por eso le puse su nombre a mi paloma favorita! Me la recuerda mucho, mi niña.
-¿Y nunca pudo tenerla usted, Matilde?
-No. Nunca. –Contestó girando el rostro a una tristeza que me conmovió profundamente. Me arrepentí al momento de hacer la pregunta, pero ya era tarde. Intenté cambiar de tema, pero ella quería seguir hablando de su muñeca ausente.
-La amiga de mi prima Mercedes sí la consiguió. Era una niña bien, ya sabes. Y un día nos invitó a verla a su casa. Recuerdo que nos la enseñó pero no nos permitió tocarla. ¡Cosas de crías! Por fortuna esa época gris pasó y ahora la mayoría de los niños tienen sus regalos y pueden disfrutarlos en paz. Aunque te contaré algo…
Mi amiga mayor me hizo un gesto con su dedo índice, de acercamiento, que consiguió devolvernos la sonrisa y el buen humor a ambas. Iba a contarme un pequeño secreto.
-No pierdo la esperanza, Cristina. Aunque ya no escribo cartas, porque ahora es el tiempo de mis nietos, continúo pidiéndoles a los Reyes Magos que la Mariquita de mis sueños adorne mis zapatos el 6 de Enero… ¡Es una tontería de vieja, claro! ¿Pero y si me escuchan? La ilusión, querida niña, no debemos abandonarla jamás. Recuérdalo siempre, cariño. Nunca menosprecies la ilusión.
Tras ese día de confesiones infantiles, seguí viendo con asiduidad a Matilde, en el parque y también en alguna cafetería de la zona, donde quedábamos como buenas y peculiares amigas a merendar, y a contarnos qué tal nos había ido la semana. Adoraba a esa mujer tan especial, y la eché de menos la mañana del siguiente 6 de enero cuando Bony me acercó a nuestro banco de costumbre, en el Infanta Elena. Me asusté pensando que tal vez le hubiera pasado algo. Me asusté tanto como cuando perdí a mi madre, siendo yo niña. Bloqueada como entonces, decidí llamarla por teléfono al volver a mi apartamento.
Una voz de hombre joven respondió al otro lado. Y a los pocos segundos ya estaba hablando con mi amiga, que con la voz entrecortada por la emoción pero loca de alegría, no atinaba a contarme lo que había sucedido en su casa.
-¡Cristina, mi niña! ¡Han sido los Reyes, cariño, los Reyes! ¡La muñeca, al fin tengo la muñeca! ¿Recuerdas mi historia…? ¡La tengo en las manos! ¡Oh, Cristina, es tan bonita! ¡Es como la que recordaba del escaparate! Mis hijos están aquí conmigo, benditos sean… ¡Estoy tan contenta! ¿Qué te dije sobre lo de no perder la ilusión, querida? ¿Qué te dije?
Han pasado muchos años desde entonces, y mi añorada amiga mayor se fue a hacer compañía a mi madre, a la que tanto me recordaba, dejándome un valioso equipaje de recuerdos, emociones, consejos, positividad y buen humor, y enseñándome que -en el fondo- no somos sino esos niños que una vez escribieron cartas a los Reyes Magos con toda la ilusión del mundo… En su honor, estoy comprometida a conservarla intacta hasta el final.
Su muñeca, que me mira desde la inocencia de sus ojos claros, velará porque así sea.