Allí, en la caverna, nacía un sentimiento nuevo para la especie. Ella, queriendo protegerlo a él y solo a él de los peligros que acechaban ahí afuera -demasiados para su mala cabeza y su cortedad-, hablaba y le reconvenía sin parar. Y él, cansado aún del acto físico de ese sentimiento para el que aún no había nombre -amor, se llamaría algo más tarde-, pero cansado mucho más de la estridente voz de ella, halló una forma de callarla: fue así que nació el primer beso.
Otra versión cifra ese nacimiento un poco después: la especie ya ha descubierto la cosecha de los campos, las ciudades y la plusvalía. Él come sin parar, y ella añora al hombre esbelto. Es a ese hombre esbelto, pero también a ese cerdo obeso -con un gran sacrificio, en este caso último, de su sensibilidad, y para impedirle que siga comiendo-, a quien estampa en su boca el primer beso.