Lo compré hace tres días. He pensado en congelarlo, pero ya es demasiado tarde. No me queda otra opción: debo comerlo ahora.
Nunca había comprado un entrecot, quiero decir en un supermercado, no para hacerlo en casa. Sí lo he pedido muchas veces en restaurantes. Ah, una carne deliciosa, pero ¡es tan cara! Debí haberla congelado cuando la compré, hace tres días. ¡Qué torpeza más tonta! ¡Ha pasado volando, la semana, y ahora debo marchar a Valencia! Suena el despertador, las seis y media: no debo demorarme. Voy a permanecer allí unos días, ¡cuando regrese, mi entrecot va a estar para tirarlo!
No puedo permitirlo. Enciendo el fuego, el tiempo vuela. Es lo que debo hacer, y voy a hacerlo. No solo porque debo: es que elijo hacerlo. ¡Qué extraño, andar debajo de toda esa neblina y ese olor, a estas horas! Pero no puedo encender el extractor de humos, es muy temprano y debo pensar en los vecinos, en la molestia desconsiderada que su ruido puede ocasionar a su sueño. Abro, eso sí, las ventanas de la cocina.
Tengo el estómago delicado, pero voy a decirlo una vez más: es lo que debo hacer, y voy a hacerlo. Lo acompañaré con abundantes patatas fritas, porque esa era mi idea original: un entrecot acompañado con muchas patatas fritas, incluso con una improvisada salsa. ¿De setas, verde, roquefort? El ajo o el roquefot, pero también las setas, van a ser a estas horas un acompañamiento fuerte para mi sólido manjar. Pero no importa. Definitivamente, no me importa.
¡Pronto estará listo mi entrecot!, me digo tratando de animarme, de recuperar la ilusión con la que imaginé iba a preparármelo, aquel día de esta semana en que eché triunfal la bandeja plastificada a mi carro de la compra. Me es imposible esperarlo con verdadera hambre, debo confesar que ese olor de los ajos dorándose en el aceite caliente que inunda mi casa, pese a las ventanas abiertas -es un olor que suele subyugarme-, ahora me resulta repulsivo, absolutamente fuera de lugar o, al menos, no situado en su momento razonable.
Eché un vistazo a la sartén. Igual que las patatas, en la otra sartén, la carne ya estaba lista; al menos, eso parecía. ¿O estará poco hecha, o lo estará demasiada? ¿Quizás muy dura, correosa? Dudas, ¡dudas! Pero no hay tiempo para más consideraciones. Lleno un plato con el enorme pedazo de carne y todo ese montón de patatas.
Entonces descubro la otra falla de mi plan, uno de los complementos con los que golosamente consideré que iba a disfrutar de esta comida cuando la proyecté en el supermercado, hace tres días: ¿no iría a regarla con una buena copa de vino? ¡Era demasiado temprano para el vino! ¡Con eso sí que no podría! ¡Beber vino a las seis de la mañana era excesivo, inconcebible para mí, por muy poca cantidad que vertiese en mi copa! Así que me serví un vaso de agua. Dejé la botella junto al vaso, iba a necesitar mucha agua.
Y me senté a la mesa. Me puse a devorar todo aquello. Los primeros pedazos los partía muy grandes y me costaba masticarlos. Efectivamente, había quedado algo dura. Probé a hacerlos más pequeños y no hubo más problema, aparte de las quejas de mi barriguita por ese avituallamiento a deshoras. ¡Pero debía resistir!
Finalmente, y por darle una tregua y su premio a mi estómago por su resistencia, me serví ese buen vino. Podría parecer que sufría y no es así. Me esforzaba, sí, pero incluso a esas horas, ¡todo aquello sabía extraordinario! Mi paladar agradecía ese sabor y mi cabeza la ebriedad. ¡Qué sensación nueva y extraña era esta plenitud, para estas horas! ¡Come, come!, me decía a mí mismo aunque sabía que iba bien de tiempo, ni siquiera necesitaba mirar el reloj. Podia limitarme a devorar mi plato lentamente, mi entrecot no iba en ningún caso a caducar y estropearse mientras yo estuviese lejos.
Estoy medio dormido, todavía. Mastico, es verdad, sin muchas ganas. Pero con determinación. Y lo disfruto. Dentro de un rato, quizás mi digestión vaya a ser un infierno, cuando esté, en breve, conduciendo. Pero eso no importa ahora, no importa en absoluto, mientras devoro poco a poco mi entrecot.