La perra es color canela, o más claro, de una raza indefinida que parecía labradora cuando llegó; sólo le falta hablar. Se llama Reina y hace honor a su nombre. Conoce todas las técnicas para conseguir sus deseos y las aplica inapelablemente. Tiene divido el día en compartimentos estancos, a cada hora corresponde una actitud, actividad o estado, y no se sale del guión darwinianamente marcado en sus genes. Me rio de los perros del Pávlov ese. Si a uno le hubiesen contado que tendría que convivir con un perro, la chufla hubiese sido mayúscula. Pero esos ojos de carnero degollado son irresistibles.
Ciertamente ha habido perros más famosos que nuestra humilde y mestiza Reina, no sé si más listos. Algunos, dioses terribles como Anubis. Mitológicos como Argos, el perro de Odiseo, el único que reconoció a su amo tras el regreso a Ítaca a pesar del disfraz. Cinematográficos como el marcial Rin tin tin o la esbelta Lassie. Heroicos como Barry, Balto, Chonino, Mathais. Cobardes como Scooby Doo. Pijos como Snoopy. Algunos hasta hablan: Goofy y Frank; otros son ecologistas como Ideafix. Ha habido, incluso, canes luchadores por los derechos de los animales como Old Drum.
Durante años hubo un can al que su amo, escritor famoso y coleccionista de fulares y garrotas, le dedicaba una columna en el dominical de un prestigioso —alguna vez usado como oráculo— diario. Según un conocido, el citado periódico completaba el aliño indumentario de los domingueros bebedores de cañas, de un famoso bar que hubo en la plaza de Tomelloso. El chucho al que el escritor dedicaba las piezas era celebérrimo. No tanto como el amo, no caigamos en la blasfemia gratuita. Desgraciadamente el animal murió y aquello supuso un terrible shock, no solo para el insigne vate, sino para toda la parroquia.
Como se conoce que el mundo es un pañuelo, años después del triste óbito perruno, me encontré de bruces con una asombrosa y desconcertante revelación: la muerte del tuso fue un asesinato.
Fue una noche en un conocido café de Tomelloso, el Café de la Glorieta, por cierto próximo a cumplir los treinta años. Estábamos un par de profesores, un viejo sofista con gafas de cura y empeñado en inventar una azada con motor de dos tiempos, los patrones del local y un servidor. Entre vapores de ginebra, uno de los maestros, madrileño —realmente era de un pueblo de los Montes de Toledo, pero le pasaba como al autor amo del perro con respecto a su origen—, que nos aleccionaba en lengua y literatura, entornó los ojos, miro a ambos lados y poniéndose el envés de la mano como bocina y dijo:
—Sé cómo murió T.
—¿Quién?
—T. El famoso perro de las columnas de Fulanitez.
Y haciéndonos jurar que guardaríamos con nuestra vida el arcano, pasó a relatarnos el crimen.
El insigne escritor debía de realizar un viaje para recoger uno de los innumerables premios a los que se ha hecho acreedor a lo largo de su brillante y nutrida carrera. No se podía llevar al perro. Buscó a un efebo para que se quedase al cargo del chucho hospedado en su casa —que casualmente era íntimo amigo del relator maestro—. Le dejó trescientas mil pesetas para que si, Dios no lo quisiese, el animal enfermará, pudiese pagar la clínica veterinaria. El zagal, una vez solo y encerrado con el chucho, le comenzó a dar al magín. Ya se sabe: hombre parado malos pensamientos, dice el adagio. Estaba necesitado de dinero y la cantidad que le dejó el literato era tentadora. Ahorcó al perro, se guardó los cuartos y cuando vino el novelista le contó que el chucho enfermó, que lo llevó a la primera clínica que encontró, pero que no pudieron hacer nada: «T tenía un cuadro clínico incompatible con la vida» dijo el veterinario. La pena ha sido el dinero. El dramaturgo dijo que la plata no importaba al lado de una pena tan grande.
El profesor, una vez contado esto, tomó un trago del combinado y puso una expresión de tranquilidad, como después del sacramento de la confesión.