Revista Literatura

Hojas en blanco

Publicado el 10 agosto 2011 por Netomancia @netomancia
El paisaje otoñal aclara sus memorias, atento al canto diverso de los pájaros, cuyos sonidos son como colores que arrojados al aire y arrebatados por la brisa, viajan a la deriva, llegando a sus oídos entrenados por los años.
La paciencia se hospeda en su piel, agrietada de tantas caminatas bajo el sol, en aquel patio cuadrado de elevadas y grises murallas. El resoplido cansino, la mirada perdida en la nada y ese volver los pasos hasta la pared opuesta, veinte metros más allá. La rutina de los días, con la mente divagando, buscando en los recuerdos el asidero necesario para aferrarse a la vida.
La sirena, el "todos adentro, formando hilera" y la procesión de hombres enfilando hacia el claustro. El sol se apaga a sus espaldas, mientras las puertas se pliegan sobre la soledad del encierro. Los pasos emanan un eco sin vida, resignado a subsistir a lo largo de eternos pasillos. Las rejas lo vuelven a enjaular, dejándolo sin canto, sin ilusión. De inmediato añora el sol, la brisa y los pájaros.
En la penumbra los recuerdos se oscurecen, las telarañas crecen a su alrededor y presiente la muerte cada vez más cercana. Hace un último intento y la mente no lo engaña: 30 años. Por un momento cree estar equivocado, haber hecho mal las cuentas, pero sabe que se engaña. El tiempo se llevó su vida, a cambio de ese encierro. Hace lustros que no pide audiencia, que no lucha. Los brazos jamás se levantaron tras las primeras derrotas. Le niega incluso el diálogo a su hija, que sin embargo no claudica y puntualmente cada jueves, a la hora de las visitas, renueva el intento.
Sentado sobre el colchón de piedra, observa el paquete que ella le dejó en la última visita, panel de vidrio y silencio de por medio. Ni siquiera quiso saber qué era, pero tampoco tuvo la valentía de ignorarlo o peor aún, arrojarlo entre los desechos.
Lo medita, una y mil veces, preso por partida doble, de su situación y de su accionar, del hecho de vivir entre barrotes y de no poder escapar de ese obsequio oculto bajo el doblez de un papel marrón. Considera que abrirlo sería lo mismo que aceptar el rol de padre y por ende, entablar conversación con esa muchacha joven que cada semana se presenta con la ilusión de conocerlo, de saber más de él, de quién le han dicho, le dio la vida. Por eso se esfuerza, lucha, contra esa parte de su mente que quiere estirar el brazo y aferrarlo.
Quiere que las cosas se mantengan así. El adentro, ella afuera. Uno, esclavo de su pasado. Ella, libre con su futuro. La noche lo mantiene en vela, sudando. Al cerrar los ojos se sume en pesadillas en las que las murallas son más altas que de costumbre y los pájaros, en lugar de su trino amable y cálido, vierten duras verdades de su vida. Abre los ojos, inquieto. se estremece en aquel solitario paraje del mundo. La humedad de las paredes parece trasladarse a sus huesos. De repente le duele todo, incluso el alma. Y rompe a llorar, en pequeños sorbos.
A pesar de la oscuridad, se acerca al paquete y lo toma entre sus manos, con cariño, como si la tomara a ella, siendo una niña. Ese anhelo que nunca pudo cumplir, por estar allí dentro. Esa vida que se perdió, por haber equivocado el camino. Desgarró el papel, como sus visitas desgarraban su corazón. ¿Pero cómo aceptarlo? ¿Cómo decirle lo que realmente sentía? ¿Por qué no aceptaba que no quería ser una cruz para su vida y por eso la ignoraba, buscando perderla? ¿Por qué volvía cada semana? ¿Por qué querer sentirse su hija cuando el nunca pudo sentirse padre...?
El papel cayó a un lado, plegándose sobre si mismo. En sus manos quedó lo que ocultaba. Se acercó a la pequeña ventana con barrotes, esperando de la luna una ayuda. La señora de los cielos nocturnos aportó su claridad, la suficiente para que pudiera enterarse que era lo que sostenía. Entonces lo vio: un libro, con sus tapas duras, el olor a papel impregnando el aire.
Lo abrió y un papel suelto cayó al suelo. Se agachó y lo tomó con el pulso tembloroso, asustado como nunca en su vida. Una letra hermosa, de mujer, le dirigía unas pocas líneas:
"Papá, puede que no quieras enseñarme tu voz, ni decirme buenas tardes. Quizá creas que solo quiero reprocharte, por nunca haber estado. O solo esperar de ti, un perdón olvidado. Sin embargo, papá, lo único que deseo, es saber tu historia, qué me cuentes quién eres. Solo eso papá. Por eso este libro en blanco. Para que allí pongas en palabras lo que no quieres decirme con tu voz. A veces, es mejor decirnos las cosas sin mirarnos a los ojos. Porque a veces, la vergüenza o el temor, puede avasallarnos".
Se llevó una mano a la boca y una lágrima descendió por la mejilla. El libro estaba en blanco, cada hoja. Pero esperaban por el. Ella esperaba.
Y allí mismo, bajo aquella tenue claridad, casi lúgubre, tomó una lapicera y comenzó a contarle a su hija, quién era. Sería su historia, en la que narraría la verdad, incluso aquello de lo que se arrepentía, por lo que pagaba día a día.
Se sintió entonces, libre de algún modo. Era la palabra liberadora, portadora de la verdad, la que le permitía esa sensación. Nunca más cerca del canto de los pájaros, ni nunca más lejos de aquellas murallas grises. Eran padre e hija, a través de un libro. Eran padre e hija, por primera vez.
Relato publicado en la XII Antología de Poetas y Narradores del Departamento Constitución (2011)

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