Revista Talentos

Hombre rico, hombre pobre

Publicado el 13 mayo 2010 por Sergiodelmolino

PRIMERA PARTE: HOMBRE RICO

Antes que nada, un vistazo al DRAE:

// //

bullabesa. (Del fr. bouillabaisse). f. Sopa de pescados y crustáceos, sazonada con especias fuertes, vino y aceite, que suele servirse con rebanadas de pan.

Añado yo: típica de Marsella y de la costa de la Provenza, donde se come con alioli y se ejerce casi como una religión. Ir a Marsella y no comer bullabesa es como pasar unas vacaciones en Valencia y no probar un grano de arroz.

Le pedimos a Michel que preguntara a alguno de sus clientes marselleses por sitios donde apretarse una buena bullabesa.

Un consejo: nunca pidáis recomendaciones a gente rica (como los clientes ricos de Michel), pues os recomendarán sitios de ricos.

Acabamos en la Plage des Catalans, que no tiene catalanes, y de playa, pues poquito: es más bien un terrero con vistas al mar. Allí estaba Chez Michel, el templo marsellés de la bullabesa. Una institución, un pilar de la ciudad, uno de esos lugares de peregrinación gastronómica a los que son tan aficionados los franceses.

Los precios estaban expuestos en la carta de la puerta. Supongo que para persuadir a la chusma, como cortafuegos de gañanes y destripaterrones.

-Glups, qué dolor. ¡Tropocientos eurazos por persona! Y súmale el vino y el apertivo de mierda que querrá pedirse el señor -dijo con cariño Cris. El señor, claro, soy yo.

Pero lo cierto es que habíamos caminado tres cuartos de hora empujando el carrito de Pablo por cuestas y recuestas de la costanera ciudad hasta llegar allí, y no nos apetecía quedarnos sin bullabesa y sin comida, pues no había más garitos a la vista.

-Venga, que estamos de vacaciones, un día es un día.

Y allí que entramos, azorados, pidiendo perdón por la existencia de Pablo (los restaurantes de alcurnia no son babyfriendly: a lo máximo que tienes derecho a aspirar en ellos si entras con un cachorro es a que los camareros no te escupan en la comida), y fuimos acomodados con cajas levemente destempladas en una mesa del fondo, lejos de los señores encorbatados que cerraban negociazos al calor de un vinorro de cien euros.

Viene un chico vestido de marinerito a tomarnos nota. Pedimos bullabesa (¿es que se puede pedir otra cosa?), y el chaval nos advierte de que no debemos excedernos con los entrantes, pues es un plato copioso.

-Bueno, les voy a presentar a su bullabesa -dice el grumete antes de hacer mutis.

-¿Qué ha dicho? -pregunta Cris, que no ejerce de francófona, lo que me obliga a hacer una traducción simultánea que se me da muy mal.

-Igual lo he entendido mal -respondo-, pero juraría que ha dicho que nos va a presentar a nuestra bullabesa.

-Ah.

La interjección ah es siempre una buena respuesta en un restaurante de postín. Nada tiene que sorprenderte, has de proyectar una imagen mundana o decidida. Es decir: si no quieres que los camareros escupan en tu comida, no hay que perder de vista nunca la perspectiva del esputo.

A los dos minutos, el capitán Pescanova regresa con una cesta redonda de mimbre, la coloca ante nuestras narices y dice:

-Et voilà, ici arrive votre bouillabaisse.

En la cesta, colocados en una exquisita combinación de formas, tamaños y colores, lucen cinco pescadazos más frescos que la Bombi. Nos dice sus nombres y sus profesiones, pero las olvidamos al instante.

Hasta ahí lo peculiar del ritual. La bullabesa, más que excelente, resulta soberbia soberbia. Una comilona exquisita y reventante que, según los folletos, procedía directamente de los pescadores que surten al restaurante: Chez Michel no compra en mercados. Eso es para pordioseros.

Por desgracia, a Pablo no le gustó tanto, e hizo su primera manifestación de malestar social. Algo protosocialista, casi luddita, rollo socialismo utópico de acción directa. Cuando trajeron el vino, puso una cara inconfundible para su madre y para mí. Los dos nos miramos e intercambiamos telepáticamente el desesperado pensamiento:

-¡No, aquí no, ahora no!

Pero sí: Pablo se cagó. A gusto. Y todo el local se enteró cuando Cris fue al baño a cambiarlo.

Fue solo el principio. Cuando llegaron los croutons con dos tipos de alioli (normal y con azafrán), Pablo arrancó a llorar, los comensales nos atravesaron con sus miradas de fuego, los camareros afinaron la puntería de sus esputos, el maître reparó de pronto en nuestras pintas troteras, sin traje, ni corbata, ni acento de París. Madre y padre nos turnamos para sacar al churumbel del local mientras el que se quedaba deglutía como podía una exquisitez que se enfriaba sin remedio.

Salimos de allí un poco más pobres, sin postre ni café, con la cabeza gacha, sintiéndonos malos clientes, maleducados conciudadanos y pésimos padres. Pero, eso sí, con el estómago lleno.

SEGUNDA PARTE: HOMBRE POBRE

Marsella es un poco lo que debió de ser Argel en los años cincuenta. Tiene su zoco, maravillosamente ambientado de aromas, colores y gente. Como viajar con un bebé te obliga a recogerte temprano, decidimos coger alguna morunez en un local de la cashba marsellesa para cenar en la habitación después de acostar al retoño.

Tras descartar varias tascas, pasamos por una que anunciaba un fantástico cous-cous à emporter a precios más que populares.

Entramos y nos atiende un amabilísimo señor que lo primero que hace es dedicarle unas cucamonas a Pablo. Responde a nuestra comanda con una sonrisa que le alcanza literalmente las orejas y nos pide que por favor nos sentemos mientras nos prepara y empaqueta el pedido. Cuando estamos sentados, se acerca y nos obsequia con dos vasitos de delicioso y reconstituyente té con menta para que entretengamos la espera. Bebida que, por supuesto, no nos cobra. Forma parte de la proverbial amabilidad árabe. De propina, más cucamonas para Pablo, y aparta un par de sillas para que podamos dejar el carro con más comodidad y amplitud.

Salimos de la tasca bienhumorados, reconciliados con el género humano. Gastronómicamente, no puedo decir que ese baratísimo y caserísimo cuscús sea el mejor que he comido en mi vida, pero dista muchísimo de ser el peor.

Sé que con el tiempo, cuando la memoria cribe los recuerdos de este viaje, los aromas especiados de ese trigo sarraceno que deglutimos en la penumbra de la habitación perdurarán por encima de la excelsa bullabesa del antipático restaurante.

Y ahora, llámenme demagogo. Me lo he ganado a pulso.


HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE HOMBRE RICO, HOMBRE POBRE

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Sobre el autor


Sergiodelmolino 1 voto ver su blog

El autor no ha compartido todavía su cuenta El autor no ha compartido todavía su cuenta

Dossiers Paperblog

Revista